Skip to main content

Full text of "Breton, Andre Manifiesto Surrealista (traduccion Pellegrini)"

See other formats


André Bretón 



Manifiestos 
del surrealismo 



Traducción, prólogo y notas 
de Aldo Pellegrini 




EDITORIAL ARGONAUTA 



EDITORIAL ARGONAUTA 
dirigida por Mario Pellegrini 



PRÓLOGO 



Título del original en francés: «Manifestes du surréalisme» 
Traducción, prólogo y notas: Aldo Pellegrini 

Segunda edición: julio 2001 , Buenos Aires 

Ilustración portada: Man Ray, «Objeto de destrucción», 1932 

©1992 y 2001 Société Nouvelle des Éditions Pauvert, París 
©1992 y 2001 para todos los países de habla castellana: 
Editorial Argonauta, Buenos Aires 

ISBN: 950.9282.24.3 

Queda hecho el depósito de ley 1 1 723 

Impreso en la Argentina. Printed in Argentine 



Después de más de cuarenta años de la publicación del 
Primer manifiesto del surrealismo aparece por primera 
vez en español la serie de manifiestos surrealistas que 
constituyen la clave de un movimiento artístico e ideo- 
lógico de importancia excepcional. La presente traduc- 
ción de los dos primeros manifiestos fue realizada hace 
más de treinta años, y fracasó siempre en las distintas 
tentativas de publicación. Relacionado este hecho con 
la casi monstruosa cantidad de imbecilidades que se tra- 
ducen y publican, revela la calidad altamente subversiva 
de un texto que figura entre las expresiones fundamentales 
de este siglo. Y también porque este texto, esencialmente 
disconformista, da justamente en la llaga del conformismo 
y la domesticidad, cualquiera que sea su color o su posi- 
ción, tanto de derecha como de izquierda. 

La calidad subversiva de las ideas de Bretón se con- 
centra en una lucha contra las convenciones, en la que 

* Este prólogo Jue escrito por Aldo Pellegrini para la 
primera edición en castellano de «Los manifiestos del 
surrealismo», publicada originalmente en Buenos Aires 
por Ediciones Nueva Visión, 1965. (Nota del Editor) 



) 7 ( 



PROLOGO 



parte de la idea madre de que el hombre que comienza 
a vivir debe rever todos los esquemas heredados. Y en 
esta lucha actúa con la clarividencia de un profeta, pero 
un profeta cuya grandeza se hace mayor porque es 
esencialmente humano, con todas las debilidades del 
hombre, con toda la pasión, hasta con los errores, que 
por otra parte siempre está dispuesto a rectificar. 

Las contradicciones forman la esencia misma del 
pensamiento de Bretón, constituyen su dialéctica del 
pensar, y ellas lo hacen particularmente vivo; pero nada 
en estas contradicciones es gratuito; todas confluyen en 
una última coherencia; todas concurren a darle su sen- 
tido definitivo. Los tres manifiestos que aparecen en 
este volumen tiene una significación distinta. El primero 
es expositivo, en él se presentan los principios del su- 
rrealismo y se revela una particular técnica poética, 
mejor dicho una técnica general para la creación, la 
interpretación de la vida y la utilización de los verdade- 
ros instrumentos del conocimiento. El Segundo mani- 
fiesto plantea la importancia del surrealismo como 
concepción étiéa, y es en gran parte polémico. Quizás 
esa polémica peque por demasiado violenta, y quizás 
haya en ella un exceso de interpretaciones de hechos 
ocasionales que el tiempo ha demostrado erróneas, 
pero de todos modos es el documento de un estado de 
espíritu, de un modo apasionado y viviente de ser testigo 
del mundo y de lo que en él acontece. Este modo de vivir 
con pasión lúcida es el lema de un hombre que todo lo 
ha sacrificado a esa pasión y a esa lucidez. Los Prolegó- 
menos a un tercer manifiesto significan finalmente un 
balance del surrealismo en sí, y del surrealismo en su 
confrontación con el estado de la sociedad actual. 

De la lectura de los manifiestos surge claramente que 
el surrealismo no es simplemente una escuela literaria 

) 8 ( 



o artística; representa ante todo una concepción del 
mundo. En esa concepción son los valores vitales del 
hombre los que se jerarquizan en más alto grado, y entre 
éstos, la imaginación, con sus resultantes, la acción 
creadora y el amor. Todos estos valores sólo pueden 
realizarse cuando el hombre goza de la plenitud de su 
libertad. 

En el desarrollo de estos textos se encadenan diver- 
sas ideas fundamentales de tipo general, bina de ellas es 
la desconfianza en los sistemas cuando se toman como 
objetivo y no como instrumento. En este sentido nunca 
se señalará lo bastante la lucidez con que, en los Prole- 
gómenos a un tercer manifiesto , muestra el destino de 
toda gran ideología o sistema que resulta fatalmente 
corrompida y desfiguráda por los epígonos. 

Para el hombre que busca realizarse, es fundamental 
una conciencia ética. La lucha por la afirmación de una 
ética es para Bretón un objetivo torturante. A través de 
ese objetivo se explican las denuncias, las exclusiones, 
las excomuniones. Y también los aparentes errores. ¿En 
cuántos militantes surrealistas depositó Bretón su con- 
fianza que tuvo luego que retirar? ¿A cuántos quitó su 
confianza que tuvo que rectificar? Así, por ejemplo, 
Georges Bataille es un sórdido fecalómano en el Segun- 
do manifiesto, mientras en los Prolegómenos al tercero 
es “uno de los espíritus más lúcidos y audaces de nuestro 
tiempo”. Esas contradicciones resultarían inexplicables 
si no se advierte que los juicios de Bretón no están 
dirigidos contra las personas sino contra las conductas. 
Esta despersonalización del juicio constituye el funda- 
mento de toda verdadera moralidad. Mientras una per- 
sona está adherida a una conducta incriminable, desde 
el punto de vista moral de Bretón, esa persona resulta 
acusada y atacada con todas las armas; cuando la con- 

) ^ ( 




PROLOGO 



ducta de dicha persona deja de ser incriminable, el 
juicio de Bretón cambia. Bretón se revela así como 
moralista, uno de los más importantes de este siglo. Pero 
como debe serlo todo verdadero moralista, lo es en la 
medida en que se preocupa por el destino del hombre. 

La honda preocupación por el destino del hombre 
surge muy claramente de la lectura de los manifiestos. 
La prédica de Bretón en pro de una vida más alta, en la 
que la dignidad del hombre sea respetada y contempla- 
da en toda su extensión, es paralela a su violenta conde- 
nación de un mundo actual sumido en la indignidad y 
encerrado por la “nfuralla del dinero salpicada de se- 
sos”. Pero también su condenación se extiende a quie- 
nes, pretendiendo luchar contra la tiranía del dinero, 
permanecen aferrados a los mismos esquemas rígidos y 
falsos del pasado, esquemas que coartan la libertad en 
sus dos ramas esenciales para la realización del hombre: 
la libertad de crear, la libertad de amar. 

El hombre que se realiza en su integridad, norte del 
surrealismo, se opone al hombre frustrado que nos 
ofrecen las sociedades actuales de cualquier tipo. De la 
materia de ese hombre frustrado se fabrican los tiranos, 
los lacayos, los rufianes, los falsos profetas, y toda la 
cohorte de la sordidez expandida por el mundo. 

El amor de Bretón por el hombre no es una cosa 
abstracta o bobalicona, del tipo de las sociedades de 
beneficencia (que en el fondo no significan más que una 
exaltación de la indignidad y un consecutivo desprecio 
por el hombre), sino un amor concreto lanzado a la 
lucha activa contra los males que mantienen al hombre 
sumido en la mentira y la abyección, esas dominantes 
que subyacen al esquema moral de nuestra sociedad. 
Pero lo que considero fundamental en el surrealismo es 
su fuego graneado dirigido contra la imbecilidad, la 



sucia, perversa y siniestra imbecilidad, que tan fácil- 
mente se adueña del poder, y maneja a los hombres y a 
las conciencias. 

El estilo de estos manifiestos no es el habitual en las 
llamadas obras de pensamiento. Es un estilo apasiona- 
do, violento, de frases incisivas, arrebatadas, de ritmo 
cambiante, a ratos sereno, a ratos agitado por una ex- 
traña vitalidad. Bretón utiliza en ellos el instrumento de 
la revelación poética; el instrumento y el lenguaje. Sólo 
la poesía tiene ese carácter estremecedor que la hace 
difícilmente soportable por las conciencias intranqui- 
las. Bretón es fundamentalmente un poeta, y al poeta 
corresponde ese grado de lucidez irrenunciable que 
todo lo cuestiona, ese tono de acusación que no se 
detiene ante nada. 

Para tener idea de las dificultades que ofrece la 
traducción de un estilo tan nuevo y personal puede 
servir de pauta la respuesta del mismo Bretón a quienes 
en Francia criticaron su lenguaje: en el Discurso sobre 
la poca realidad dice: “Que tengan cuidado, conozco el 
significado de todas mis palabras y cumplo naturalmen- 
te con la sintaxis (la sintaxis que no es una disciplina, 
como creen algunos tontos)”. Esta frase es totalmente 
esclarecedora: la sintaxis de Bretón es de una gran 
agilidad, sin llegar a romper nunca la esencial estructura 
del idioma. Muy por el contrario, aprovecha al máximo 
las posibilidades de expresión que le ofrece el lenguaje 
vivo, estirando quizá estas posibilidades hasta el extre- 
mo límite. Un mecanismo tan libre y controlado a la vez 
confiere a su prosa una increíble ondulación que se 
propaga a través de larguísimos párrafos, agitados por 
un borboteo de hervor, difícilmente alcanzable por la 
palabra. En una versión puramente literal, todas estas 



) 1 0 ( 



) 1 1 ( 






virtudes — al tropezar con la estructura de un idioma 
distinto — pueden convertirse en incoherencia y cojera. 
La difícil misión de un traductor consiste en mantener 
el equilibrio entre la posibilidad de trasladar su estilo y 
la claridad en verter sus ideas. 

Los males denunciados por el surrealismo hace cua- 
renta años no sólo persisten sino que se han acentuado. 
Por eso, hoy más que nunca, los manifiestos surrealistas 
conservan su candente vigencia. Un profundo resque- 
brajamiento aflije a la sociedad contemporánea en to- 
dos sus planos. Sus* esquemas aparecen falsos y sin 
validez para quien contempla los acontecimientos con 
el mínimo de objetividad. Los jóvenes lo sienten honda- 
mente, y una sorda rebelión, que toma los más diversos 
caracteres, bulle en ellos. Para los jóvenes, que todavía 
son puros, el mensaje de Bretón está especialmente 
destinado. 



Primer manifiesto 
del surrealismo 

( 1924 ) 



Aldo Pellegrini 
Buenos Aires, mayo de 1965 




Prefacio a la reedición (1929) del Primer manifiesto 



Lo previsible era que este libro cambiara y — en cuanto 
comprometía la existencia terrestre recargándola de todo 
lo que admite dentro y fuera de los límites que la costum- 
bre le asignan — que su suerte dependiera estrechamente 
de la mía propia, consistente, por ejemplo, en haber y no 
haber escrito libros . Los que se me atribuyen no me 
parece que ejerzan sobre mí una acción más decisiva que 
muchos otros, y, sin duda, ya no tengo de ellos la com- 
prensión total que correspondería. Cualquiera que sea el 
debate a que haya ¿lado lugar el “Manifiesto del surrea- 
lismo” desde 1924 hasta 1929, sin compromiso valedero 
ni en favor ni en contra, es evidente que, al margen de ese 
debate, la aventura humana continuó desarrollándose, 
con el mínimo de probabilidades, casi simultáneamente 
en todos los frentes según los caprichos de la imaginación 
que fabrica por sí sola las cosas reales. La autorización 
para reeiiitar la obra de uno mismo como si fuera la de 
alguien que se ha leído por encima, equivale al “recono- 
cimiento ” no digo de un hijo, del que uno se ha asegurado 
previamente que tuviera rasgos bastante agradables y 
una constitución bastante robusta, sino de algo que, 
habiendo existido, con el fervor que se quiera suponer, ya 



) 1 5 ( 



r r t m t K MANIFIESTO 



no puede existir más. Lo único que me queda por hacer 
es condenarme por no haber sido siempre profeta en todo. 
Sigue teniendo actualidad la famosa pregunta dirigida 
porArthur Cr avari 1 “con tono muy cascado y veterano”, 
a André Gide: “Señor Gide, ¿en qué punto estamos con 
el tiempo? — Las seis menos cuarto”, respondió este 
último sin advertirla malicia. ¡Ah! Es preciso confesarlo: 
estamos mal, muy mal con el tiempo. 

Aquíy en cualquier parte la confesión y la retractación 
se mezclan. No comprendo por qué ni cómo vivo, cómo 
es que todavía vivo, y con mayor motivo, qué es lo que yo 
vivo. Si queda algo de un sistema como el surrealismo, 
que hago mío y al que me acomodo lentamente, si que- 
dara sólo con qué enterrarme, de todos modos nunca 
habrá habido con qué hacer de mí lo que yo quise ser, a 
pesar de la complacencia que tengo para mí mismo. 
Complacencia relativa, en función de la que se puede 
tener hacia mi yo (ono-yo, no sé bien). Y, con todo, vivo, 
y hasta descubrí que amaba la vida. 

Cuando a veces se me presentaban razones para ter- 
minar con ella, me sorprendía a mí mismo admirando un 
trozo cualquiera de parquet que me parecía de seda, una 
seda con la belleza del agua. Me gustaba ese lúcido dolor, 
como si entonces todo el drama universal pasara a través 
de mí, como si de pronto yo valiera la pena. Pero me 
gustaba al resplandor ~7<ómo explicarme — de cosas 
nuevas, que nunca había visto brillar de semejante ma- 
nera. Gracias a ello comprendí que, a pesar de todo, la 
vida estaba dada, que una fuerza independiente de la de 
expresar y de hacerse comprender espiritualmente presi- 
día, en lo que concierne a un hombre que vive, las reac- 
ciones de un interés inestimable cuyo secreto desaparece- 
rá con él. Este secreto no me ha sido revelado, y en lo que 
a mí respecta, su reconocimiento no invalida en nada mi 

) 1 6 ( 



declarada ineptitud para la meditación religiosa. Creo 
solamente que entre mi pensamiento, tal como se des- 
prende de lo que ha podido leerse firmado por mí, y yo 
mismo, a quien la verdadera naturaleza de mi pensa- 
miento enrola en algo que todavía ignoro, hay un mundo, 
un mundo irrevocable de fantasmas, de hipótesis que se 
realizan, de apuestas perdidas y de mentiras, cosas todas 
que, tras un rápido examen, me disuaden de aportar la 
más mínima correción a esta obra. Para hacerlo sería 
necesaria toda la vanidad del espíritu científico, toda esa 
ingenua necesidad de tomar distancia que nos valen las 
ásperas consideraciones de la historia. Una vez más, fiel 
a la voluntad, que reconozco en mí, de pasar de largo ante 
cualquier especie de obstáculo sentimental, no me demo- 
raré en juzgar a aquellos de mis primeros camaradas que 
se atemorizaron y dieron marcha atrás, ni me dedicaré a 
la inútil sustitución de nombres que podrían hacer que 
este libro pasara por estar al día. Limitándome a recor- 
dar solamente que los dones más preciados del espíritu 
no resisten la pérdida de una parcela de honor, no haré 
sino afirmar mi confianza inquebrantable en el principio 
de una actividad que nunca me ha decepcionado, y que 
a mi juicio merece que se consagren a ella más genero- 
samente, más absolutamente, más locamente que nunca. 
Y esto porque ella sola es la que dispensa, aunque sea a 
largos intervalos, los rayos transfiguradores de una gracia 
que persisto en oponer totalmente a la gracia divina. 



) l 7 ( 



I 



PRIMER MANIFIESTO 



Tanto va la fe a la vida, a lo que en la vida hay de más 
precario — me refiero a la vida real — , que finalmente 
esa fe se pierde. El hombre, soñador impenitente, cada 
día más descontento de su suerte, da vueltas fatigosa- 
mente alrededor de los objetos que se ha visto obligado 
a usar, y que le han proporcionado su indolencia o su 
esfuerzo; casi siempre su esfuerzo, ya que se ha resigna- 
do a trabajar, o, por lo menos, no se ha negado a tentar 
su suerte (¡lo que él llama su suerte!). Una gran modes- 
tia constituye actualmente su patrimonio: sabe cuáles 
son las mujeres que ha poseído y en qué ridiculas aven- 
turas se ha enredado; tanto su fortuna como su pobreza 
le son indiferentes —pareciéndose en esto a un niño 
recién nacido — , y en cuanto a la aprobación de su 
conciencia moral, admito que prescinde de ella sin gran 
esfuerzo. Si conserva cierta lucidez no le queda sino 
volverse para mirar atrás, hacia su propia infancia que, 
por mutilada que haya sido gracias a los cuidados de sus 
domadores, no por eso deja de parecerle llena de en- 
cantos. En ella, la carencia de cualquier rigor conocido 
le otorga la perspectiva de vivir varias vidas simultáneas; 
se arraiga en esta ilusión y sólo quiere saber de la 



ir 



j 

# 

J 

i 

a 



) 1 9 ( 



W'H HHi- «fó* • H'* \ ' 1 h J 'Mr 




PRIMER MANIFIESTO 



facilidad instantánea y extrema de todas las cosas. Cada 
mañana los niños parten sin preocupación. Todo está 
cerca, las peores condiciones materiales resultan mara- 
villosas. Los bosques son blancos o negros, no se dormi- 
rá jamás. 

Aunque es cierto que no se puede llegar tan lejos, no 
depende esto sólo de la distancia. Las amenazas se 
acumulan y uno cede, uno abandona parte del terreno 
a conquistar. Aquella imaginación, que no reconocía 
límites, ahora sólo se la dejan utilizar subordinada a las 
leyes de una utilidad arbitraria; incapaz ella de asumir 
por mucho tiempo empleo tan inferior, generalmente 
prefiere, cuando el hombre cumple veinte años, aban- 
donarlo a su destino sin luz. 

Cuando, con el andar del tiempo, el hombre — que nota 
la pérdida progresiva de todas las razones de vivir y la 
incapacidad en que se encuentra ya de colocarse a la altura 
de cualquier situación excepcional, el amor por ejemplo — , 
quiera intentar una reacción, ya no podrá tener éxito. 
Pertenecerá en adelante, en cuerpo y alma, a una imperio- 
sa necesidad práctica que no admite postergaciones. Fal- 
tará a sus gestos amplitud, y a sus ideas, envergadura. De 
todo lo que le ocurra o pueda ocurrirle, sólo tomará en 
cuenta lo que relacione este acontecimiento con una mul- 
titud de acontecimientos análogos en los que no ha tomado 
parte: acontecimientos fallidos. Yo diría que juzgará ese 
acontecimiento relacionándolo con uno de aquellos que, 
por sus consecuencias, resulte más tranquilizador que los 
otros. Bajo ningún pretexto verá en él su salvación. 

Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que 
no perdonas. 

Lo único que todavía me exalta es la palabra libertad. 
La creo capaz de mantener indefinidamente el viejo 

) 2 0 ( 



fanatismo humano. Responde, sin lugar a dudas, a mi 
única aspiración legítima. Entre tantos infortunios que 
heredamos hay que reconocer que también nos han 
dejado la máxima libertad espiritual. Depende de noso- 
tros no hacer de ella un uso equivocado. Reducir la 
imaginación a la esclavitud, aun cuando sea en provecho 
de lo que se llama groseramente felicidad, significa 
alejarse de todo lo que, en lo más hondo de uno mismo, 
existe de justicia suprema. La imaginación sola me in- 
forma sobre lo que puede ser, y esto ya es suficiente para 
atenuar algo la terrible prohibición, y quizá también 
para que yo me abandone a ella sin temor de engañarme 
(como si hubiera posibilidad de engañarse más aún). 
¿Dónde la imaginación comienza a hacerse peligrosa y 
dónde cesa la seguridad del espíritu? Para el espíritu, la 
posibilidad de errar ¿no constituirá quizás la contingen- 
cia del bien? 

Queda la locura, “la locura que se encierra”, como 
se dice con acierto. Ésa o la otra... Todos saben, en 
efecto, que los locos sólo deben su internación a una 
pequeña cantidad de actos reprimidos por las leyes y 
que, a no mediar tales actos, su libertad (por lo menos 
lo visible de su libertad) no estaría enjuego. Me inclino 
a creer que tales seres son víctimas en alguna forma de 
su imaginación que los impulsa a la inobservancia de 
ciertas reglas, al rebasar las cuales el género humano se 
siente amenazado, hecho que todos hemos pagado con 
nuestra experiencia. Pero la profunda despreocupación 
que demuestran hacia las críticas que se les dirigen, y 
aun hacia los diversos correctivos que se les infligen, 
permite suponer que ellos obtienen tan elevado confor- 
tamiento de su imaginación y gozan tanto con su delirio 
que no pueden admitir que sólo sea válido para ellos. 
Por esta razón, las alucinaciones, las ilusiones, etc., no 

) 2 1 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



constituyen fuentes de goce despreciables. La sensuali- 
dad mejor dispuesta saca de allí su provecho; y yo sé que 
muchas noches retendría esa linda mano que en las 
últimas páginas de La Inteligencia de Taine se dedica a 
curiosos estragos. Me pasaría la vida provocando las 
confidencias de los locos. Son sujetos de escrupulosa 
honradez, y su inocencia sólo es igualada por la mía. Fue 
necesario que Colón zarpara en compañía de locos para 
que se descubriese a América. Y ved cómo esa locura 
ha ido tomando cuerpo y ha perdurado. 

" o o o 

No ha de ser el miedo a la locura el que nos obligue 
a poner a media asta la bandera de la imaginación. 

Es indispensable instruir el proceso contra la actitud 
realista, que debe seguir al proceso contra la actitud 
materialista; esta última, más poética que la anterior, 
implica indudablemente la existencia de un orgullo 
monstruoso en el hombre, pero de ningún modo una 
nueva y más completa decadencia. Conviene ver en ella, 
ante todo, una feliz reacción contra algunas tendencias 
irrisorias del esplritualismo. Después de todo, dicha 
posición no es incompatible con cierta elevación de 
pensamiento. 

La actitud realista, por el contrario, inspirada en el 
positivismo desde Santo Tomás a Anatole France, se me 
revela con un aspecto hostil hacia todo vuelo intelectual 
y ético. Me causa repulsión porque está constituida por 
una mezcla de mediocridad, odio y chata suficiencia. En 
la actualidad es ella la que inspira esa multitud de libros 
ridículos, de obras insultantes. Gracias al periodismo, 
su poder se acrecienta de modo incesante, y así mantie- 
ne en jaque a la ciencia y al arte, preocupándose por 

) 2 2 ( 



halagar a la opinión pública en sus más bajos apetitos: 
una claridad que linda con la estulticia, una vida de 
perros. De este modo se reciente la actividad de los 
mejores espíritus, y sobre ellos, igual que sobre los otros, 
triunfa la ley del menor esfuerzo. Una graciosa conse- 
cuencia de esta situación es, en literatura por ejemplo, 
la abundancia de novelas. Todos concurren con su mi- 
núscula “observación”. Ante la urgencia de depurar, 
Valéry proponía recientemente reunir en una antología 
la mayor cantidad posible de comienzos de novela, de 
cuya insensatez esperaba excelentes resultados. Se hu- 
biera hecho contribuir a los más famosos autores. Se- 
mejante proyecto honra a Paul Valéry, quien, tiempo 
antes, refiriéndose a la novela, me aseguraba que él se 
negaría siempre a escribir “La marquesa salió a las 
cinco”. Pero, ¿ha cumplido su palabra? 

Si el estilo pura y simplemente informativo, del que 
la frase mencionada es un ejemplo, domina exclusiva- 
mente a las novelas, débese —hay que reconocerlo— a 
que la ambición de los autores no va muy lejos. El 
carácter circunstancial, inútilmente minucioso, de todas 
sus anotaciones, me induce a pensar si no se estarán 
divirtiendo a costa mía. No me perdonan ninguno de los 
titubeos del personaje: “¿será rubio?, ¿cómo se llama- 
rá?, ¿lo buscaremos en verano?” Problemas todos que 
finalmente se resuelven a la buena de Dios. No me dejan 
más alternativa que cerrar el libro, lo que me apresuro 
a hacer casi desde la primera página, i Y en cuanto a las 
descripciones! Nada puede comparárseles en vacuidad; 
son meras ilustraciones de catálogo yuxtapuestas, que 
el autor utiliza cada vez con mayor desenfado, aprove- 
chando cualquier oportunidad para deslizarme sus tar- 
jetas postales y obligarme a concordar con él sobre 
lugares comunes, tales como: 

) 2 3 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



“La piecita en la que fue introducido el joven estaba 
tapizada con papel amarillo; había geranios y cortinas de 
muselina en las ventanas; el sol poniente derramaba 
sobre estas cosas una luz cruda. La habitación no conte- 
nía nada de particular. Los muebles, de madera amarilla, 
eran muy viejos. Un diván con un gran respaldo vuelto 
del revés, una mesa oval frente al diván, una cómoda y 
un espejo adosado al entrepaño, sillas a lo largo de las 
paredes, dos o tres grabados sin valor que representan 
damiselas alemanas con pájaros en las manos; a esto se 
reducía el moblaje” *. 

No tengo humor para admitir que tales asuntos pue- 
dan plantearse al espíritu, ni siquiera de modo pasajero. 
Habrá quien sostenga que esta composición escolar está 
en el sitio que le corresponde, y que justamente en ese 
sitio del libro el autor tuvo sus motivos para abrumarme 
con ella. Con todo, ha perdido el tiempo, porque no 
pienso poner los pies en su habitación. La pereza, la 
fatiga de los otros no me entretienen. Tengo una idea 
demasiado inestable de la continuidad de la vida para 
dar a los momentos de debilidad y depresión el valor de 
mis mejores minutos. Pretendo que se callen cuando 
han dejado de experimentar sentimientos. Y entiéndase 
claramente que yo no recrimino la falta de originalidad 
en sí. Afirmo solamente que no convierto en situaciones 
los momentos nulos de mi vida, y que puede resultar 
indigno de todo hombre el cristalizar tales momentos. 
Permitidme, pues, que pase por alto la citada descrip- 
ción de un aposento, junto con tantas otras. 

¡Atención! Estoy en plena psicología, asunto que no 
conviene tratar en broma. 

* Dostoievsky: Crimen y castigo. 



Nuestro autor se entusiasma con un carácter dado, y 
entonces lo hace peregrinar, convertido en héroe, por 
el mundo. Pase lo que pase, este héroe, cuyas acciones 
y reacciones están admirablemente calculadas, debe 
preocuparse por no defraudar —aunque aparente a 
cada rato estar a punto de hacerlo — las previsiones de 
las que es objeto. Aun cuando pareciera que la corriente 
de la vida lo arrastra, lo hace rodar, lo hace caer, sólo 
dependerá en última instancia de ese tipo humano com- 
puesto. Simple partida de ajedrez que no me interesa en 
absoluto, siendo el hombre para mí, quienquiera que 
sea, un mediocre adversario. Me resultan intolerables 
las mezquinas discusiones relativas a tal o cual jugada, 
ya que no se trata ni de ganar ni de perder. Si el juego 
no vale la candela y si la razón objetiva perjudica espan- 
tosamente, como es el caso, a quien recurre a ella, ¿no 
valdría más prescindir de esas categorías de pensamien- 
to? “La diversidad es tan amplia como el conjunto de 
tonos de voz, de modos de andar, toser, sonarse, estor- 
nudar...”* Si un racimo no tiene dos granos de uva 
iguales, ¿por qué queréis que os describa este grano en 
vez de este otro, en vez de todos los otros, que haga de 
él un grano de uva comestible? La irritante manía que 
consiste en reducir lo desconocido a conocido y clasifi- 
cado adormece los cerebros. El afán de analizar triunfa 
sobre los sentimientos.** De este modo se logran expo- 
siciones interminables, cuya fuerza persuasiva reside en 
su misma singularidad, y que sólo se imponen al lector 
merced a un vocabulario abstracto, bastante confuso, 
por otra parte. Si las ideas generales que la filosofía se 
ha propuesto debatir hasta ahora señalaran una incur- 

* Pascal. 

** Barres, Proust. 



) 2 4 ( 



) 2 5 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



sión definitiva a más dilatados dominios, sería yo el 
primero en alegrarme. Pero se trata, por el momento, 
tan sólo de escarceos retóricos; hasta ahora los rasgos 
de ingenio y otras buenas costumbres nos ocultan, a cual 
más y mejor, el auténtico pensamiento que se busca a sí 
mismo en lugar de dedicarse a jugar un solitario. Creo 
que cada acto lleva su justificación en sí mismo, al menos 
para quien ha sido capaz de cometerlo, y posee, además, 
un poder de irradiación que el menor comentario puede 
llegar a debilitar o hasta a anular completamente. Nada 
gana, pues, con ser destacado de ese modo. Así, los 
héroes de Stendhal se desploman por efecto de las 
apreciaciones de ese autor, apreciaciones más o menos 
felices, pero que no agregan nada a la gloria de los 
mismos. Donde volvemos a encontrarlos es donde 
Stendhal los pierde. 

Todavía vivimos bajo el reinado de la lógica: justa- 
mente a esto quería llegar. Pero los procedimientos 
lógicos actuales se aplican únicamente a la solución de 
problemas de interés secundario. El racionalismo abso- 
luto, que todavía está de moda, sólo permite tomar en 
cuenta los hechos que dependen, directamente de nues- 
tra experiencia. Los objetivos lógicos, por el contrario, 
se nos escapan, y es inútil insistir en que se le han 
establecido límites a la experiencia misma. Ella da vuel- 
tas en una jaula de la cual es cada vez más difícil hacerla 
salir. Ella se apoya también en la utilidad inmediata y 
está resguardada por el sentido común. Con el pretexto 
de civilización, con el pretexto de progreso, se ha logra- 
do eliminar del espíritu todo lo que podría ser tildado, 
con razón o sin ella, de supersticioso, de quimérico, y se 
ha proscrito todo método de investigación de la verdad 
que no estuviera de acuerdo con el uso corriente. En 

) 2 6 ( 



apariencia débese a un verdadero azar que se haya 
sacado a la luz, recientemente, una parte del mundo 
mental —en mi opinión la más importante— a la que 
todos aparentaban quitar importancia. Hay que estar 
agradecido por esto a los descubrimientos de Freud. 
Confiada en dichos descubrimientos, se va formando 
una corriente de opinión, con cuya ayuda cualquier 
explorador de lo humano podrá hacer avanzar sus in- 
vestigaciones, facilitado el camino por el hecho de no 
tener que depender ya exclusivamente de las realidades 
escuetas. Es posible que la imaginación esté a punto de 
reconquistar sus derechos. Si las profundidades de 
nuestro espíritu cobijan fuerzas sorprendentes, capaces 
de acrecentar las que existen en la superficie, o de 
luchar victoriosamente contra ellas, hay un justificado 
interés en captarlas; en captarlas primero para some- 
terlas después, si conviene, al control de la razón. Los 
mismos analistas sólo obtendrán beneficios de esto. 
Pero es preciso destacar que no existe ningún procedi- 
miento que aparezca a priori como el más adecuado 
para la prosecución de tal empresa, que debe conside- 
rarse, hasta nueva orden, tanto del resorte de los poetas 
como de los sabios, no dependiendo sus posibilidades 
de éxito de los caminos más o menos caprichosos que 
se utilicen. 

o o o 

Con toda justicia, Freud ha centrado su crítica sobre 
el sueño. Es inadmisible, en efecto, que una parte tan 
considerable de la actividad psíquica haya retenido tan 
poco la atención de las gentes hasta ahora, ya que, desde 
el nacimiento hasta la muerte, no presentando el pen- 
samiento ninguna solución de continuidad, la suma de 

) 2 7 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



los momentos de sueño, medidos como tiempo, y no 
tomando en cuenta sino el sueño puro, en el dormir, no 
es inferior a la suma de los momentos de realidad, 
digamos mejor: de los momentos de vigilia. La extrema 
diferencia de importancia, de seriedad, que existe para 
el observador común entre los acontecimientos de la 
vigilia y los del sueño, me ha sorprendido siempre. Se 
debe a que el hombre, cuando cesa de dormir, se con- 
vierte ante todo en juguete de su memoria. En estado 
normal, ésta se complace en exponerle muy vagamente 
las circunstancias del sueño, en privar a este último de 
toda consecuencia actual, haciendo partir la causa de- 
teiminante del punto en que se cree haberla dejado 
algunas horas antes: esta esperanza sólida, aquella 
preocupación. El hombre se forja así la ilusión de con- 
tinuar con algo que tiene valor. Queda el sueño limitado 
a un paréntesis, como la noche. Y no es mejor consejero 
que ésta. Tan singular estado de cosas merece algunas 
reflexiones. 

l e Dentro de los límites en que se desarrolla (o 
parece desarrollarse), el sueño se nos presenta como 
continuo y poseyendo trazas de organización. Sólo la 
memoria se arroga el derecho de efectuar cortes, de 
prescindir de las transiciones, ofreciéndonos más bien 
una serie de sueños que el sueño. De igual modo tene- 
mos a cada instante, de lo real, apariencias distintas, 
cuya coordinación es privativa de la voluntad.* Interesa 
destacar, pues, que nada hay que nos autorice a admitir 

* Es necesario tener en cuenta el espesor del sueño. En 
genera], yo retengo solamente lo que me llega de las ca- 
pas superficiales. Lo que más me gusta tomar en cuenta 
es todo aquello que se desvanece al despertar, todo lo 
que no me ha quedado del empleo de la jomada prece- 
dente, follaje sombrío, ramas idiotas. De igual modo, en 
la “realidad” prefiero caer. 



en el sueño una mayor disipación de sus elementos 
constitutivos. Lamento tener que expresarme según una 
fórmula que, en principio, excluye el sueño. ¿Cuándo 
habrá lógicos y filósofos durmientes? Quisiera dormir, 
para poder entregarme a los que duermen, del mismo 
modo que me entrego a los que me leen, con los ojos 
bien abiertos; para acabar con el predominio del ritmo 
consciente de mi pensamiento en este asunto. Tal vez 
mi sueño de la última noche sea continuación del de la 
noche anterior, y a su vez sea seguido por el de la 
próxima noche, con un rigor digno de encomio. Todo es 
posible , como suele decirse. Y como no está de ningún 
modo probado que al suceder tal cosa, la “realidad” que 
me ocupa subsista durante el sueño y no se hunda en lo 
inmemorial, ¿por qué no otorgaré al sueño lo que rehú- 
so a veces a la realidad, es decir, ese valor de certidum- 
bre en sí misma, que, en su oportunidad, no esté 
expuesto a mi repudio? ¿Por qué no he de esperar del 
indicio del sueño más de lo que espero de un grado de 
conciencia cada día más elevado? ¿No podría aplicarse 
también el sueño a la solución de los problemas funda- 
mentales de la vida? ¿Se trataría de idénticos problemas 
en uno y otro caso? ¿Ya estarían planteados esos pro- 
blemas en el sueño? ¿Está el sueño menos abrumado de 
sanciones que todo lo restante? Yo voy envejeciendo y, 
más que esta realidad a la que me creo constreñido, 
quizás sea el sueño, la indiferencia en que lo tengo, lo 
que me hace envejecer. 

2 2 Retomo una vez más el estado de vigilia. Me veo 
obligado a considerarlo un fenómeno de interferencia. 
En tal condición el espíritu muestra no solamente una 
extraña tendencia a la desorientación (es la historia de 
los lapsus y equivocaciones de toda especie, cuyo secre- 
to comienza a sernos revelado), sino que hasta en su 



) 2 8 ( 



) 2 9 ( 



funcionamiento normal parece sólo obedecer a suges- 
tiones procedentes de esa noche profunda con la que lo 
vinculo. Por firme que parezca, el equilibrio del espíritu 
es relativo. Apenas se atreve a opinar, y si lo hace, es 
para limitarse a comprobar que determinada idea o 
determinada mujer lo impresiona. Especificar qué clase 
de impresión sea, no puede hacerlo, dando con ello tan 
sólo la medida de su subjetivismo. Esa idea, esa mujer lo 
perturban, inclinándolo a una menor severidad; el resulta- 
do es que lo aíslan por un segundo de su disolvente y lo 
depositan en el cielo, tal vez como un hermoso precipitado, 
que sin duda es. No sabiendo qué hacer, invoca entonces 
el azar, divinidad más oscura que las otras, a la que endosa 
todos sus extravíos. ¿Quién me asegura que el ángulo bajo 
el cual se presenta esa idea que lo conmueve, o lo que lo 
entusiasma en los ojos de esa mujer, no sea precisamente 
lo que lo une a su sueño, lo que lo encadena a datos 
perdidos por su culpa? Y si no fuera así, ¿de qué cosas 
sería capaz? Quisiera entregarle la llave de ese corredor. 

3 e El espíritu del que sueña se satisface ampliamente 
con cuanto le ocurre. El angustioso dilema de la posibi- 
lidad ya no se plantea. Mata, vuela más velozmente, ama 
todo lo que quieras, y si mueres, ¿no estás seguro de que 
despertarás de entre los muertos? Déjate llevar; los 
acontecimientos no admiten que los postergues. ¿Qué 
razón, pregunto, qué razón de mayor magnitud que otra 
confiere al sueño esa actitud natural y me hace acoger 
sin reservas una multitud de episodios cuya singularidad 
me fulminaría en el momento en que escribo? Y sin 
embargo tengo que creer a mis ojos, a mis oídos: ha 
llegado el hermoso día, la bestia ha hablado. 

Si el despertar del hombre es más duro, si se rompe 
demasiado bien el encanto, se debe a que lo han impul- 
sado a forjarse una pobre idea de la expiación. 

) 3 0 ( 



t 



PRIMER MANIFIESTO 

4 Q Desde el momento en que se lo someta a un 
examen metódico y en que — por medios que habrán de 
determinarse— se logre tener idea del sueño en su totali- 
dad (lo que presupone una disciplina de la memoria que 
exigirá muchas generaciones; comencemos, con todo, 
por registrar ahora los hechos salientes), en que su 
curva se desarrolle con regularidad y amplitud sin pre- 
cedentes, se puede esperar que desaparezcan los mis- 
terios que no existen para dar lugar al Gran Misterio. 
Yo creo firmemente en la fusión futura de esos dos 
estados, aparentemente tan contradictorios: el sueño y 
la realidad, en una especie de realidad absoluta, de 
superrealidad. A su conquista me encamino, seguro de no 
lograrla, pero con la suficiente indiferencia hacia mi muer- 
te como para calcular un poco el placer de tal posesión. 

Se cuenta de Saint-Pol-Roux que todos los días, en 
el momento de irse a dormir, hacía colocar en la puerta 
de su residencia de Camaret un letrero en el que se leía: 
EL POETA TRABAJA 

Habría aún mucho que decir, pero he querido sólo 
rozar de paso un tema que requeriría por sí solo una 
exposición demasiado extensa y un rigor más estricto: 
ya volveré sobre él. Aquí fue mi intención tan sólo poner 
en claro el odio hacia lo maravilloso y el deseo de 
ridiculizarlo que corroe a ciertos hombres. Terminemos 
de una vez: lo maravilloso es siempre bello, cualquier 
especie de maravilloso es bello, y no hay nada fuera de 
lo maravilloso que sea bello. 

o o o 

En el dominio literario, sólo lo maravilloso puede 
fecundar obras tributarias de un género tan inferior 
como la novela, o todo lo que participe, en líneas gene- 



) 3 1 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



rales, de la anécdota. El Monje de Lewis 2 constituye una 
prueba admirable. El soplo de lo maravilloso lo anima 
por entero. Mucho antes de que el autor haya liberado 
a sus personajes principales de toda coacción temporal, 
se los siente dispuestos a actuar con una altivez sin 
precedentes. Esa pasión por lo eterno que los mueve 
presta continuamente acentos inolvidables a sus tor- 
mentos y al mío. Lo considero un libro que exalta, del 
principio al fin, y con pureza inigualable, aquella parte 
del espíritu que aspira a abandonar la tierra; considero 
también que, despojado de una parte insignificante de 
su intriga novelesca, al gusto de la época, constituye un 
modelo de precisión y de inocente grandeza.’ No creo 
que haya nada mejor, y el personaje de Matilde, en 
especial, representa la creación más emocionante que 
pueda ponerse en el activo de ese modo figurado de 
literatura. Más que un personaje es una tentación per- 
manente. ¿Y qué puede ser un personaje si deja de ser 
una tentación? Tentación extrema. El “nada es imposi- 
ble para el que se atreve” logra en El Monje toda su 
convincente medida. Las apariciones tienen un papel 
lógico, puesto que el espíritu crítico no se apodera de 
ellas para refutarlas. De modo igualmente legítimo está 
tratado el castigo de Ambrosio, ya que finalmente el 
espíritu crítico lo acepta como desenlace natural. 

Puede parecer arbitrario que yo proponga este mo- 
delo, cuando lo maravilloso ha sido el alimento constan- 
te de las literaturas nórdicas y orientales, sin hacer 
mención de las literaturas religiosas de todos los países. 
Esto se debe a que la mayor parte de los ejemplos que 
hubiese podido presentar de tales literaturas están in- 

* Lo admirable en lo fantástico es que desaparece lo 

fantástico: sólo existe lo real. 

) 3 2( 



festados de puerilidad, por la sencilla razón de que se 
destinan a los niños. A éstos se les priva demasiado 
pronto de lo maravilloso, y más adelante ya no conser- 
van la indispensable virginidad de espíritu para sentir 
un placer intenso con Piel de Asno. Por encantadores 
que sean los cuentos de hadas, el hombre creería sen- 
tirse disminuido si se nutriera de ellos, y convengo que 
no todos son adecuados a su edad. El tejido de adora- 
bles inverosimilitudes ha de ser cada vez más sutil a 
medida que se avanza, y todavía estamos a la espera de 
esa clase de arañas... Pero las facultades no cambian 
radicalmente: el miedo, la atracción por lo insólito, las 
oportunidades, el gusto por el lujo son resortes a los que 
nunca se recurrirá en vano. Quedan por escribir cuentos 
para adultos, cuentos que han de ser casi fábulas tam- 
bién. 

Lo maravilloso no es igual en todas las épocas; parti- 
cipa oscuramente de una especie de revelación general 
de la que sólo nos llega algún detalle: las ruinas román- 
ticas, el maniquí moderno o cualquier otro símbolo 
capaz de conmover la sensibilidad del hombre durante 
cierto tiempo. Dentro de esos marcos que provocan una 
sonrisa, siempre aparece, sin embargo, la irremediable 
inquietud humana, y por eso los tomo en cuenta, juzgán- 
dolos íntimamente unidos a aquellas producciones ge- 
niales que están más dolorosamente afectadas por ella. 
Son las horcas de Villon, las griegas de Racine, los 
divanes de Baudelaire. Coinciden con un eclipse del 
gusto que estoy conformado para soportar, ya que me 
forjo del gusto la idea de una gran mancha. En el mal 
gusto de mi época me esfuerzo por superar a todos. De 
haber vivido en 1820, yo hubiese sido el de “la monja 
ensangrentada” 3 ; yo no habría escatimado el cazurro y 
trivial “Disimulemos” de que habla el parodista Cuisin; 

) 3 3 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



a mí me habría correspondido recorrer en metáforas 
gigantescas, como él dice, todas las fases del “Disco 
plateado”. Pero hoy pienso en un castillo , una de cuyas 
mitades no ha de estar forzosamente en ruinas. Ese 
castillo me pertenece; lo veo en un paisaje agreste, no 
lejos de París. Tiene infinitas dependencias, y los inte- 
riores han sido fabulosamente restaurados, de modo 
que nada quedara por desear en lo que respecta al 
confort. Se detienen automóviles ante su puerta, oculta 
por la sombra de los árboles. Algunos amigos míos se 
encuentran instalados allí definitivamente: ahí está Luis 
Aragón que sale — apenas tiene tiempo para saludar- 
nos-; Philippe Soupault se levanta con las estrellas, y 
Paul Eluard, nuestro gran Eluard, no ha vuelto todavía. 
Robert Desnos y Roger Vitrac están en el parque des- 
cifrando un antiguo edicto sobre el duelo; y Georges 
Auric y Jean Paulhan; y Max Morise, que rema tan bien, 
y Benjamín Péret con sus ecuaciones de pájaros; y Jo- 
seph Delteil; y Jean Carrive; y Georges Limbour, y 
Georges Limbour (hay toda una retahila de Georges 
Limbour), y Marcel Noli; aquí está también T. Fraenkel, 
que nos hace señas desde su globo cautivo, y Georges 
Malkine, Antonin Artaud, Francis Gérard, Pierre Navi- 
Ue, J. A. Boiffard; más allá Jacques Barón y su hermano, 
apuestos y cordiales, y tantos otros, y también mujeres 
arrebatadoras, os lo aseguro. 

¿De qué podéis pretender que se abstengan todos 
estos jóvenes? Sus deseos son órdenes para la riqueza. 
Francis Picabia nos visita, y la semana pasada, en la 
galería de los espejos, hemos recibido a un tal Marcel 
Duchamp, a quien todavía no conocíamos. Picasso se 
dedica a cazar por los contornos. El espíritu de desmo- 
ralización ha instalado su sede en el castillo y nos las 
tenemos que ver con él cada vez que se trata de las 



relaciones con nuestros semejantes; pero las puertas 
están siempre abiertas, y ya se sabe que no se comienza 
por “dar las gracias” a las gentes. Por lo demás, la 
soledad es amplia; no es fácil que nos encontremos a 
menudo. Y a la postre, ¿no es lo esencial que seamos 
nuestros propios amos y también los amos de las muje- 
res y del amor? 

Se me acusará de impostura poética; todos se irán 
murmurando que yo vivo en la calle Fontaine y que no 
beberán de esa agua . 4 iCaray! Pero ¿quién puede afir- 
mar que ese castillo del que le hago los honores es mera 
ilusión? ¿Y si ese palacio existiera, a pesar de todo? Allí 
están mis huéspedes para atestiguarlo, llegados allí por 
el sendero luminoso de sus caprichos. Cuando estamos 
allí vivimos realmente según nuestra fantasía. ¿Y como 
podrían molestarse unos a otros, allí, donde se está a 
cubierto de la persecución sentimental y donde las oca- 
siones se dan cita? 

o o o 

El hombre propone y dispone. Solamente de él de- 
pende llegar a pertenecerse por entero, o sea, mantener 
en estado anárquico las huestes cada vez más temibles 
de sus deseos. Se lo enseña la poesía, que lleva en sí 
misma la compensación perfecta de las miserias que 
soportamos. Puede hasta convertirse en ordenadora, a 
poco que bajo los efectos de una decepción menos 
íntima se decida a tomarla por lo trágico. ¡Llegará el 
tiempo en que ella decrete el fin del dinero y parta sola 
el pan del cielo para la tierra! Habrá aún asambleas en 
las plazas públicas y movimientos en los que no teníais 
pensado intervenir, i Adiós las absurdas selecciones, los 
sueños de abismos, las rivalidades, las largas paciencias, 



L 



) 3 4 ( 



) 3 5 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



la fuga de las estaciones, el orden artificial de las ideas, 
la pendiente peligrosa, el tiempo para todo! Que se 
tomen simplemente el trabajo de practicar la poesía. 
¿No nos corresponde a nosotros, que ya estamos en ella, 
intentar que prevalezca lo que consideramos nuestra 
más amplia fuente de conocimiento? 

No importa que haya cierta desproporción entre esta 
defensa y los ejemplos que seguirán. Se trataba de re- 
montarse hasta las fuentes de la imaginación poética, y 
lo que es más importante, mantenerse ahí. No pretendo 
haberlo logrado. Tiene que afrontar una gran responsa- 
bilidad quien quiera establecerse en esas regiones apar- 
tadas donde todo parece, en un comienzo, andar tan 
mal, especialmente si se quiere conducir allí a algún 
otro. Por otra parte, nunca se puede estar seguro de 
encontrarse efectivamente allí. Para estar igualmente 
mal, muchos hay que están dispuestos a detenerse en 
cualquier otra parte. De todos modos ya existe una 
flecha que señala la dirección de ese país; el arribo a la 
verdadera meta depende ahora solamente de la fortale- 
za del viajero. 

o ❖ o 

Se conoce, con bastante aproximación, el camino 
seguido. Tuve ocasión de contar, en el desarrollo de un 
estudio sobre el caso de Robert Desnos, intitulado “La 
entrada de los médiums”*, de qué modo me sentí impul- 
sado a “fijar la atención en algunas frases más o menos 
truncas que, en estado de completa soledad y a punto 
de caer vencido por el sueño, se hacen perceptibles al 
espíritu, sin que sea posible descubrir en ellas ninguna 

* Ver Les Pas Perdus, N. R. F. 

) 3 6 ( 



determinación preliminar”. Por entonces abordaba yo 
la aventura poética con las mínimas perspectivas, lo que 
significa que, con las mismas aspiraciones que hoy, 
confiaba empero entonces en la lentitud de la elabora- 
ción para ponerme a cubierto de contactos superfluos; 
contactos que yo desaprobaba enérgicamente. Había en 
esto un pudor del pensamiento del que todavía conservo 
rastros. Al final de mis días llegaré, sin duda con dificul- 
tad, a hablar como hay que hablar, disculpando mi voz 
y mi limitado número de gestos. La virtud de la palabra, 
y más aún la de la escritura, me parecía residir en la 
facultad de abreviar de modo sorprendente la exposi- 
ción (ya que había una exposición) de un pequeño 
número de hechos, poéticos o de otra índole, de los que 
yo constituía la substancia. Me imaginaba que no de 
otro modo había procedido Rimbaud. Con un prurito 
de variedad, digno de mejor suerte, compuse los últimos 
poemas de Monte de Piedad 5 , es decir que llegué a 
obtener de las líneas blancas de ese libro un partido 
increíble. Esas líneas significaban cerrar los ojos ante 
operaciones de la mente que yo creía imprescindible 
escamotear al lector. No había trampa de mi parte, sino 
afán de violentar. Lograba la ilusión de una complicidad 
posible, de la cual podía prescindir cada vez menos. Me 
había puesto a pulir exageradamente las palabras, te- 
niendo en cuenta el espacio que toleran a su alrededor 
o los contactos con un sinnúmero de palabras que yo no 
pronunciaba. El poema Selva Negra procede íntegra- 
mente de este estado de ánimo. Tardé seis meses en 
escribirlo y puede creérseme que no descansé un solo 
día. Pero entonces estaba enjuego la estima que sentía 
por mí mismo; no es una razón, ustedes sabrán com- 
prender. Me complacen estas confesiones idiotas. Por 
aquel tiempo intentaban implantar la seudo-poesía cu- 

) 3 7 ( 



bista; pero había nacido inerme del cerebro de Picasso; 
y en lo que a mí respecta, pasaba por ser más aburrido 
que una ostra (y aún paso por serlo). Por otra parte, yo 
sospechaba haber errado el camino desde el punto de 
vista poético; pero salvaba lo que podía, desafiando al 
lirismo a fuerza de definiciones y recetas (no debía 
tardar en producirse el fenómeno Dada) y haciendo 
como que buscaba una aplicación de la poesía en la 
publicidad (yo afirmaba que el mundo no acabaría con 
un buen libro, sino con un hermoso anuncio para el cielo 
o el infierno). 

Hacia la misma época, un hombre, Pierre Reverdy, 
por lo menos tan aburrido como yo escribía: 

La imagen es una creación pura del espíritu. 

No puede nacer de una comparación sino del acerca - 
miento de dos realidades más o menos alejadas. 

Cuanto más distantes y precisas sean las relaciones 
entre las dos realidades que se ponen en contacto, más 
intensa será la imagen, y tendrá más fuerza emotiva y 
realidad poética...' 

Estas palabras, aunque sibilinas para los profanos, 
eran profundamente reveladoras, y medité sobre ellas 
mucho tiempo. Pero la imagen se me escapaba. La 
estética de Reverdy, de índole absolutamente a poste- 
riori, me hacía tomar los efectos por causas. Por esa 
época sucedió que me vi impelido a renunciar definiti- 
vamente a mi punto de vista. 

Ocurrió una noche que, al empezar a dormirme, 
percibí claramente articulada, de modo tal que resulta- 
ba imposible cambiar una palabra, pero carente del 

* Nord-Sud, marzo de 1918. 



) 3 8 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



sonido peculiar a cualquier voz, una frase asaz singular, 
que me llegaba sin tener relación con los acontecimien- 
tos que, por confesión de mi conciencia, me ocupaban 
en ese momento. Era una frase insistente, una frase que 
me atrevería a decir: llamaba a la ventana. Yo la capté 
inmediatamente, y me disponía a pasar a otra cosa, 
cuando su carácter orgánico me retuvo. Realmente esa 
frase me desconcertaba; desgraciadamente no la he 
conservado con precisión hasta hoy; era algo así como: 
“Hay un hombre cortado en dos por la ventana”. Y no 
podía haber confusión, ya que iba acompañada de la 
débil representación visual* de un hombre que camina- 
ba, cortado en la mitad de su altura por una ventana 
perpendicular al eje de su cuerpo. Se trataba sin duda 
del simple efecto de enderezamiento en el espacio de la 
figura de un hombre asomado a una ventana. Pero 
habiendo la ventana acompañado al hombre en su des- 

* De ser pintor, hubiera predominado, sin duda, esta 
impresión visual sobre la otra. Mi particular predisposi- 
ción fue lo decisivo. Desde ese día tne ha ocurrido a me- 
nudo concentrar voluntariamente la atención sobre 
análogas apariciones, y puedo asegurar que no ceden un 
ápice en nitidez a los fenómenos auditivos. Provisto de 
lápiz y papel, me sería fácil reproducir los contomos, 
puesto que no se trata en estos casos de dibujar, sino de 
calcar. Habría podido así diseñar un árbol, una ola, un 
instrumento musical, cosas de las que normalmente soy 
incapaz de dar el bosquejo más elemental. Me introduci- 
ría sin temor de extraviarme en un dédalo de líneas que 
al comienzo no parecen llevar a nada concreto. Y al 
abrir los ojos tendría una muy fuerte impresión de cosa 
“nunca vista”. La prueba de lo que digo ha sido suminis- 
trada repetidas veces por Robert Desnos: bastará hojear 
el número 36 de FeuiUes Libres, que contiene varios di- 
bujos suyos (Romeo y Julieta, Un hombre ha muerto es- 
ta mañana, etc.), publicados inocentemente por dicha 
revista como dibujos de alienados. 



) 3 9 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



plazamiento, me di cuenta de que me encontraba frente 
a una imagen bastante extraña, y repentinamente me 
dominó la idea de incorporarla a mi material de cons- 
trucción poética. No bien habíale acordado este mere- 
cimiento cuando se presentó una retahila de frases que 
me pasmaron en igual medida, dejándome una impre- 
sión tal de gratuidad que se me apareció como ilusorio 
el dominio que hasta entonces había tenido sobre mí 
mismo, y no pensé más que en poner término a la 
interminable querella desarrollada en mi interior.* 
Estando, por entonces, totalmente absorbido por 
Fre íd, con cuyos métodos de examen —que tuve oca- 
sión de practicar sobre algunos enfermos durante la 
guerra— me había familiarizado, decidí obtener de mí 
mismo lo que se busca obtener de ellos, es decir, un 
monólogo de elocución lo más rápido posible, sobre el 
cual el espíritu crítico del sujeto no pudiera dirigir 
ningún juicio; que no estuviera trabado por ninguna 
reticencia ulterior; que constituyera, en fin, lo más exac- 
tamente posible, un pensamiento parlante. Me había 
parecido siempre —y también ahora me parece— (la 
forma como había entrado en contacto con la frase del 
hombre cortado lo atestiguaba) que la velocidad del 
pensamiento no es superior a la de la palabra, de modo 

* Knut Hamsun hace depender del hambre este tipo de 
revelación que ha hecho presa de mí, y probablemente 
no esté equivocado (el hecho es que en esa época yo no 
comía todos los días). Seguramente relata experiencias 
de esa índole cuando se expresa en los siguientes térmi- 
nos: “Al día siguiente me despené temprano. Todavía era 
de noche. Hacía ya un buen rato que tenía los ojos abier- 
tos, cuando oí que el reloj del departamento inferior daba 
las cinco. Quise volver a dormirme pero no lo conseguí: 
estaba completamente desvelado y mil cosas bullían en mi 
cabeza De golpe acudieron a mi mente algunos excelentes 



que no supera fatalmente ni a la lengua, ni siquiera a la 
pluma que escribe. Fue con esta disposición de espíritu 
que Philippe Soupault, a quien había hecho partícipe de 
mis primeras conclusiones, y yo, nos pusimos a borro- 
near cuartillas, con loable menosprecio por las conse- 
cuencias literarias de esta empresa. La facilidad de 
realización hizo el resto. Al cabo del primero día nos 
leimos unas cincuenta páginas obtenidas con dicho pro- 
cedimiento, y nos pusimos a comparar los resultados. 
En general, había una notable analogía entre los textos 
de Soupault y los míos: se notaban los mismos vicios de 
construcción, los mismos decaimientos, pero también 
en todos la ilusión de una facundia extraordinaria, una 
emoción desbordante, una considerable selección de 
imágenes de tal calidad como no hubiésemos sido capa- 
ces de preparar igual ni una sola en mucho tiempo, un 
acento pintoresco muy peculiar y, aquí y allá, algunas 



fragmentos apropiados para utilizarlos en una nota o un 
artículo; el azar me ofrecía frases muy hermosas, como 
nunca se me habían ocurrido antes. Las repetía lentamente 
palabra por palabra; eran espléndidas. Y venían incesamen- 
temente. Entonces me levanté y busqué lápiz y papel en la 
mesa detrás de mi lecho. Era como si una vena se hubiera 
roto dentro de mí, las palabras se sucedían unas a otras, se 
adaptaban a cada situación, las escenas se acumulaban, la 
acción se desarrollaba, las réplicas surgían en mi cerebro. 
Sentía un placer prodigioso. Los pensamientos acudían con 
tal rapidez y seguían fluyendo en abundancia tal que yo 
perdía un sin fin de detalles sutiles a causa de que mi lápiz 
no era suficientemente veloz, a pesar de que yo me apresura- 
ba, con mi mano en constante movimiento, sin perder un 
minuto. Las frases continuaban atropellándose en mí. Yo 
estaba repleto de mi tema.. ” 

Apollinaire sostenía que los primeros cuadros de Chirico 
fueron pintados bajo el influjo de trastornos cenestésicos 
(Jaquecas, cólicos). 



: 

! 



) 4 0 ( 



) 4 1 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



frases agudamente burlescas. La única diferencia entre 
los textos de ambos me pareció que estribaba en lo 
distinto de nuestros temperamentos (menos estático el 
de Soupault) y —si me permite una ligera crítica— en 
que cometió el error de colocar en la cabecera de 
algunas páginas —sin duda por espíritu de mistifica- 
ción— ciertas palabras a guisa de títulos. Tengo que 
hacerle justicia, en cambio, por haberse opuesto tenaz- 
mente al menor retoque, a la más mínima corrección, 
cuando algún pasaje me parecía poco logrado. En esto 
tuvo la más completa razón*, ya que resulta, en verdad, 
muy difícil estimar en su justo valor los diversos elemen- 
tos presentes, y puede asegurarse que es imposible 
hacerlo en una primera lectura. Para quien escriba, al 
principio esos elementos le resultarán tan extraños co- 
mo a cualquier otro , y naturalmente sentirá desconfian- 
za. Desde un punto de vista poético se recomiendan 
sobre todo por un grado muy alto de inmediata absur- 
didad, que cede lugar, después de un examen más pro- 
fundo, a cuanto hay de más legítimo y admisible en el 
mundo, o sea la divulgación de cierto número de pro- 
piedades y hechos no menos objetivos, en suma, que 
cualesquiera otros. 

Como homenaje a Guillaume Apollinaire, que aca- 
baba de fallecer, y que nos pareció haberse entregado, 

* Estoy cada vez más convencido de la infalibilidad de 
mi pensamiento con respecto a mi mismo, lo que es muy 
fundado. Con todo, en esta escritura del pensamiento, 
donde se está a merced de cualquier distracción exterior, 
pueden producirse “mejunjes”. No tendría disculpas tra- 
tar de disimularlos. El pensamiento es, por definición, 
fuerte e incapaz de incurrir en errores. Las evidentes de- 
bilidades que aparezcan hay que achacarlas a las suges- 
tiones que le llegan de afuera. 



en oportunidades, a ejercicios de esa índole, sin sacrifi- 
car empero totalmente los recursos literarios triviales, 
Soupault y yo designamos con el nombre de surrealismo 
la nueva forma de expresión pura de que disponíamos, 
y de la cual nos urgía hacer partícipes a nuestros amigos. 
Creo que hoy ya no es necesario insistir sobre esta 
palabra, puesto que la acepción que nosotros le hemos 
dado ha prevalecido sobre la acepción apollineriana. 
Con más razón todavía, hubiéramos podido adoptar el 
vocablo supematuralismo, empleado por Gérard de 
Nerval en la dedicatoria de las Hijas del Fuego*. Nerval 
poseía, a lo que parece, en el más alto grado ese espíritu 
que nosotros reinvindicamos, en tanto que Apollinaire sólo 
alcanzó a poseer la letra, todavía imperfecta, del surrealis- 
mo, y se mostró impotente para forjar una concepción 
teórica que nos conquistara He aquí dos frases de Nerval 
que me parecen a este respecto muy significativas 6 : 

“Quiero explicarle, querido Dumas, el fenómeno que 
usted mencionó más arriba. Ya sabe que existen ciertos 
narradores que no pueden inventar fábulas sin identifi- 
carse con los personajes de su imaginación. Recuerde con 
cuánta convicción nuestro viejo amigo Nodier contaba 
cómo le había ocurrido la desgracia de ser guillotinado 
durante la Revolución, llegando a tal grado de persuasión 
que uno se preguntaba cómo logro que le pegaran otra 
vez la cabeza. 

"... Y ya que usted cometió la imprudencia de citar uno 
de los sonetos compuestos en ese estado de ensueño 
supernaturalista, como dirían los alemanes, es necesario 
que los conozca todos. Los encontrará al final del volu- 
men. No son más oscuros que la metafísica de Hegel o 

* Y también por Thomas Carlyle en Sanor Resartus (ca- 
pítulo VIII: Supematuralismo natural), 1833/34. 



L 



) 4 2 ( 



) 4 3 ( 





PRIMER MANIFIESTO 



los Mémorables de Swedenborg, y perderían su encanto 
al explicarlos, aún en el caso de que fuera posible hacerlo. 
Concédame, al menos, el mérito de la expresión... ” * 

o o o 

Sólo por mala fe se nos podría discutir el derecho de 
emplear la palabra surrealismo en el peculiar sentido 
que nosotros le damos, puesto que resulta evidente que 
esta palabra antes de nosotros no había conocido fortu- 
na. La defino, pues, de una vez por todas: 

Surrealismo: s.m. Automatismo psíquico puro por 
cuyo medio se intenta expresar tanto verbalmente como 
por escrito o de cualquier otro modo el funcionamiento 
real del pensamiento. Dictado del pensamiento, con 
exclusión de todo control ejercido por la razón y al 
margen de cualquier preocupación estética o moral. 

Enciclopedia: Filos. El surrealismo se basa en la 
creencia en la realidad superior de ciertas formas de 
asociación que habían sido desestimadas, en la omnipo- 
tencia del sueño, en la actividad desinteresada del pen- 
samiento. Tiende a provocar la ruina definitiva de todos 
los otros mecanismos psíquicos, y a suplantarlos en la 
solución de los principales problemas de la vida. Han 
hecho profesión de fe de Surrealismo absoluto: 
Aragón, Barón, Boiffard, Bretón, Carrive, Crevel, Deí- 
teil, Desnos, Eluard, Gérard, Limbour, Malkine, Mori- 
se, Naville, Noli, Péret, Picón, Soupault, Vitrac. 

Parecen ser éstos los únicos hasta el presente, y no 
habría posibilidad de error a no ser por el caso apasio- 
nante de Isidore Ducasse, sobre el que carezco de datos 
suficientes. Cierto que, teniendo en cuenta de un modo 

* Ver también el Ideorrealismo de Saint-Pol-Roux. 

) 44 ( 



superficial los resultados, buen número de poetas po- 
drían pasar por surrealistas, comenzando por Dante y, 
en sus buenos momentos, Shakespeare. En el curso de 
diversas tentativas de reducción, a las que me he librado 
de lo que, por abuso de confianza, se denomina genio, no 
he encontrado nada que pudiera atribuirse concluyente- 
mente a un proceso distinto del que estamos tratando. 

has Noches de Young son surrealistas de un extremo 
al otro; desgraciadamente es un sacerdote el que habla, 
un mal sacerdote sin duda, pero sacerdote al fin. 

Swift es surrealista en la malignidad. 

Sade es surrealista en el sadismo. 

Chateaubriand es surrealista en el exotismo. 

Constant es surrealista en política. 

Hugo es surrealista cuando no es estúpido. 

Desbordes-Valmore es surrealista en el amor. 

Bertrand es surrealista en el pasado. 

Rabbe es surrealista en la muerte. 

Poe es surrealista en la aventura. 

Baudelaire es surrealista en la moral. 

Rimbaud es surrealista en la práctica de la vida y en 
cualquier parte. 

Mallarme es surrealista en la confidencia. 

Jarry es surrealista en el ajenjo. 

Nouveau es surrealista en el beso. 

Saint-Pol-Roux es surrealista en el símbolo. 

Fargue es surrealista en la atmósfera. 

Vaché es surrealista en mí. 

Reverdy es surrealista en su casa. 

Saint-John Perse es surrealista a la distancia. 

Roussel es surrealista en la anécdota. 

Etcétera. 

Insisto en que no siempre son surrealistas, puesto 
que puedo descubrir en ellos cierto número de ideas 

) 4 5 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



preconcebidas a las cuales ingenuamente se aferran; y 
lo hacen porque no llegaron a percibir la voz surrealista , 
la que continúa predicando aún la víspera de la muerte 
y por sobre las tempestades; o porque no se resignaron 
a hacer de meros orquestadores de una maravillosa 
partitura. Al hecho de constituir instrumentos demasia- 
do arrogantes se debe que no hayan dado siempre 
sonidos armoniosos*. 

Pero nosotros, que no hemos efectuado el menor 
trabajo de filtración, que nos hemos convertido en nues- 
tras obras en receptores pasivos de múltiples ecos, en 
modestos aparatos registradores que no se hipnotizan 
ante el trazado que registran, creemos servir una causa 
más noble; devolvemos con probidad el “talento” que 
nos prestan. Podéis hablarme, si queréis, del talento de 
ese metro de platino, de aquel espejo, de esta puerta, 
del cielo. 

No, no tenemos talento; preguntad a Philippe Sou- 
pault: 

“Las manufacturas anatómicas y las habitaciones 
baratas destruirán las más elevadas ciudades ”. 

A Roger Vitrac: 

“Apenas había invocado al mármol-almirante, cuan- 
do éste giró sobre sus talones como un caballo que se 
encabrita ante la estrella polar, designándome en el plano 

* Lo mismo podría decirse de algunos filósofos y de al- 
gunos pintores, limitándome a citar entre estos últimos a 
Paolo Uccello en los tiempos antiguos, y en los moder- 
nos a Seurat, a Gustave Moreau, a Matisse (en La músi- 
ca, por ejemplo), a Derain, a Picasso (el más puro, de 
lejos), a Braque, a Duchamp, a Picabia, a De Chineo 
(por tanto tiempo admirable), a KJee, a Man Ray, a Max 
Emst, y muy cerca de nosotros, a André Masson. 



de su bicomio una región en la que yo debía pasar el resto 
de mis días”. 

A Paul Éluard: 

“Relato una historia muy conocida; releo un poema 
célebre; estoy apoyado contra un muro, con orejas que 
reverdecen y labios calcinados”. 

A Max Morise: 

“El oso de las cavernas con su compañera la abutar- 
da, el ' mil hojas ’ con su mucama la hoja, el gran canciller 
con su señora la cancela, el espantapájaros con su com- 
padre el pájaro, la probeta con su hija la aguja, el carní- 
voro y su hermano el carnaval, el barrendero y su 
monóculo, el Mississipi y su faldero, el coral y su jarra 
lechera, el Milagro con su Buen Dios, no tienen más que 
desaparecer de la superficie del mar”. 

A Joseph Delteil: 

“¡Ay! Yo creo en la virtud de los pájaros; basta sólo 
una pluma para hacerme morir de risa ”. 

A Louis Aragón: 

“Durante una interrupción del partido, mientras los 
jugadores se reunían alrededor de una llameante taza de 
punch, le pregunté al árbol si conservaba todavía su cinta 
roja”. 

Y a mí mismo, que no he podido evitar el escribir 
las líneas serpenteantes, enloquecedoras, de este pre- 
facio. 

Preguntadle también a Robert Desnos, que de todos 
nosotros es el que está, quizá, más próximo a la verdad 



) 4 6 ( 



) 4 7 ( 



surrealista, y quien en obras aún inéditas* y a lo largo de 
'múltiples experiencias a las que se ha prestado, justifica 
plenamente la esperanza que yo cifraba en el surrealis- 
mo y me obliga a esperar todavía mucho más. Hoy en 
día, Desnos habla el idioma surrealista a voluntad. La 
prodigiosa agilidad con que sigue oralmente su pensa- 
miento nos da, cuantas veces querramos, espléndidos 
discursos que se pierden, pues a Desnos le ocupan cosas 
más importantes que el retenerlos. Lee en sí mismo 
como en un libro abierto y no hace ningún esfuerzo por 
conservar las cuartillas que se desparraman con el vien- 
to de su vid». 



* Nouvelles Hébridas, Désordre Forme 1, Deuil pour Deuil. 



) 4 8 ( 



Secretos del arte mágico surrealista 



Composición surrealista escrita, o el borrador primero 
y definitivo. 



i 



Hazte traer con qué escribir, después de haberte insta- 
lado en un lugar lo más favorable posible para la con- 
centración del espíritu en sí mismo. Colócate en el 
estado más pasivo o receptivo que puedas. Haz abstrac- 
ción de tu genio, de tus talentos y del de todos los demás. 
Di bien alto que la literatura es uno de los más tristes 
caminos que conducen a todo. Escribe velozmente, sin 
tema previo, con tal rapidez que te impida recordar lo 
escrito o caer en la tentación de releerlo. La primera 
frase vendrá sola, puesto que cada segundo hay una 
frase, ajena a nuestro pensamiento consciente, que pug- 
na por manifestarse. Es bastante difícil pronunciarse 
sobre el caso de la frase siguiente, la que sin duda 
participa a la vez de nuestra actividad consciente y de 
la otra, si se admite que el haber escrito la primera frase 
implica un mínimo de percepción. Pero esto no debe 
preocuparte, porque allí reside en su mayor parte el 
interés del juego surrealista. Siempre sucede que la 
puntuación se opone a la absoluta continuidad del flujo 
verbal, aunque parezca tan indispensable como la dis- 
tribución de los nudos en una cuerda vibrante. Continúa 
así todo el tiempo que te plazca. Confía en el carácter 



) 4 9 ( 



inagotable del murmullo. Si el silencio amenaza imperar 
aprovechando la menor falla —que se podría llamar 
falla de distracción — , tacha entonces sin vacilar una 
línea demasiado clara, y a continuación de la palabra 
cuyo origen es sospechoso, coloca una letra cualquiera, 
la /, por ejemplo, y siempre la /, retornando de ese modo 
a lo arbitrario al imponer dicha letra como inicial del 
vocablo que ha de venir. 

Para dejar de aburrirse en compañía 

Es muy difícil. Trata de no estar en casa para nadie y, a 
veces, aunque ninguno haya quebrantado la consigna, 
interrumpiéndote en plena actividad surrealista y cru- 
zándote de brazos contesta: “Tanto da; quizá haya algo 
mejor que hacer o que no hacer. El interés de la vida no 
se mantiene. ¡Simplicidad, lo que me está pasando to- 
davía me fastidia!” o cualquier otra indignante triviali- 
dad. 

Para hacer discursos 

Hacerse inscribir la víspera de las elecciones, en el 
primer país que juzgue oportuno recurrir a ese género 
de consultas. Cualquiera lleva en sí la materia de un 
orador: telas multicolores y pedrerías de palabras. Gra- 
cias al surrealismo podrá sorprender en toda su pobreza 
a la desesperación. Un atardecer, subido a un estrado, 
destrozará él solo al cielo eterno, esa Piel de Oso 7 . 
Prometerá tanto, que cumplir algo, por poco que sea, 
causará asombro. Dará a las reivindicaciones de todo 
un pueblo un rumbo parcial e irrisorio. Conciliará a los 
adversarios más irreductibles en un secreto deseo que 
hará estallar todas las patrias. Y logrará todo esto con 



PRIMER MANIFIESTO 



sólo dejarse levantar por la palabra inmensa que se 
derrite en piedad y echa a rodar en odio. Incapaz de 
desfallecimientos, jugará ganando sobre el tapete de 
todos los desfallecimientos 8 . Será realmente elegido, y 
las mujeres más dulces lo amarán con violencia. 

Para escribir falsas novelas 

Quienquiera que seas, si el corazón te lo pide, comienza 
por quemar unas hojas de laurel, y sin preocuparte por 
mantener ese magro fuego, prepárate a escribir una 
novela. El surrealismo te lo permitirá: basta cambiar la 
aguja pasándola de “Tiempo estable” a “Acción”, y se 
habrá realizado el truco. He aquí diversos personajes 
de apariencia bastante desorbitada; sus nombres en tu 
escritura se reducen a una cuestión de mayúsculas, y se 
comportarán frente a los verbos activos con la misma 
soltura que tiene el pronombre impersonal francés il 
frente a las palabras: pleut, y a, faul, etc . 9 Los dirigirán, 
por así decir, y ten por seguro que cuando la observa- 
ción, la reflexión y las facultades de generalización fa- 
llen, ellos te prestarán mil intenciones que nunca tuviste. 
Así, provistos de un número limitado de características 
físicas y morales, esos seres, que realmente te deben 
bien poco, no se apartarán de una determinada línea de 
conducta, del cual ya no necesitas ocuparte. Resulta 
entonces una intriga de apariencia más o menos orde- 
nada, que justificará punto por punto el desenlace emo- 
cionante u optimista que te importa poco. Tu falsa 
novela imitará maravillosamente una novela verdadera; 
harás dinero, y todos concordarán en reconocer que 
“tienes algo en las tripas”, ya que, con toda seguridad, 
allí es donde suele estar ese algo. 



) 5 0 ( 



) 5 1 ( 




PRIMER MANIFIESTO 



Asimismo, por análogo procedimiento, y con la con- 
dición de ignorar aquello de lo que vas a tratar, podrás 
dedicarte con éxito a la falsa crítica. 

Para hacerse agradable a una mujer que pasa por la calle 



Contra la muerte 

El surrealismo te introducirá en la muerte que es una 
sociedad secreta. Te enguantará la mano y enterrará la 
profunda M con la que comienza la palabra Memoria. 
No olvides tomar felices disposiciones testamentarias: 
en lo que a mí respecta, pido que se me conduzca al 
cementerio en un carro de mudanzas, y que mis amigos 
destruyan hasta el último ejemplar de la edición del 
Discurso sobre la poca Realidad. 

El lenguaje ha sido dado al hombre para que lo utilice 
de modo surrealista. En la medida en que le es indispen- 
sable para hacerse comprender, llegar a expresarse bien 
o mal, asegurando así el cumplimiento de algunas de las 
funciones más elementales. Hablar, escribir una carta, 
no ofrecen para él ninguna dificultad real, siempre que 
al hacerlo no se proponga un objetivo superior al térmi- 
no medio, o sea, siempre que se limite a conversar (por 



el placer de conversar) con alguien. No demuestra an- 
siedad por las palabras que vendrán, ni por la frase que 
ha de seguir a la que está pronunciando. Será capaz de 
responder a quemarropa a las preguntas muy simples. 
Si carece de los tics que se contraen en el trato con el 
prójimo, puede llegar a pronunciarse espontáneamente 
sobre un pequeño número de temas, no necesitando 
para ello “morderse la lengua”, ni prepararse con anti- 
cipación. ¿Quién le habrá hecho creer que la facultad 
de responder a boca de jarro sólo puede acarrearle 
perjuicios cuando se tata de establecer relaciones más 
delicadas? No existe ninguna cosa sobre la cual tenga 
que negarse a hablar o escribir abundantemente. Quien 
se escucha o se lee sólo consigue interrumpir lo oculto, 
la admirable ayuda. No tengo apuro por comprenderme 
(al fin y al cabo me comprenderé siempre). Cuando tal 
o cual frase mía me provoca en el momento una ligera 
decepción, confío en la frase siguiente para rescatar sus 
errores, y me cuido bien de rehacerla o perfeccionaría. 
La mínima pérdida del impulso sería lo único fatal para 
mí. Las palabras, los grupos de palabras que se suceden 
unos a otros , mantienen entre ellos la máxima solidari- 
dad. No me corresponde a mí favorecer a unos en 
detrimento de otros. Le corresponde intervenir a una 
milagrosa compensación, y, en efecto, interviene. 

Este lenguaje sin reservas al que trato de volver 
siempre válido, que me parece adaptarse a todas las 
circunstancias de la vida, no solamente no me priva de 
ninguno de mis recursos, sino que, por el contrario, me 
presta una extraordinaria lucidez precisamente en un 
dominio donde menos lo esperaba. Llegaré hasta a 
pretender que me instruye; y, en efecto, me ha tocado 
usar surrealmente palabras cuyo significado había olvi- 
dado, habiendo podido verificar después que las había 



) 5 2 ( 



) 5 3 ( 




usado de acuerdo con su definición precisa. Esto indu- 
ciría a sospechar que en realidad nada se “aprende”, 
sino que únicamente se “rememora”. Así han llegado a 
hacérseme familiares muchos giros felices. Y no men- 
ciono la conciencia poética de los objetos, que no he 
podido adquirir sino con su contacto espiritual mil veces 
repetido. 

Es el diálogo la forma que más conviene al lenguaje 
surrealista; se enfrentan en él dos pensamientos, de 
modo tal que mientras uno se entrega, el otro se ocupa 
de él. ¿Pero de qué modo se ocupa? Si supusiéramos 
que se lo incorpora habría que admitir que en algún 
momento podría vivir por completo de este otro pensa- 
miento, lo que resulta muy improbable. Y, en efecto, la 
atención que le presta es completamente externa: dis- 
pone del tiempo para aprobar o desaprobar (general- 
mente desaprobar), con todas las atenciones de que es 
capaz el hombre. Un lenguaje así no permite, desde 
luego, abordar lo profundo de un tema. Mi atención, 
exigida por una solicitación que no puede razonable- 
mente rechazar, trata al pensamiento del interlocutor 
como enemigo; en la conversación corriente lo “reto- 
ma” casi siempre en las palabras o figuras de que se 
sirve, y me coloca en situación de sacar partido de ellas 
en la réplica, desnaturalizándolas. Esto es tan cierto que 
en algunas psicopatías, en las que los trastornos del 
sensorio absorben totalmente la atención del enfermo, 
éste, al seguir respondiendo a las preguntas, se limita a 
apoderarse del último vocablo que oye o del último 
trozo de frase surrealista que flota en su espíritu: 

“ — ¿Qué edad tiene usted? —Usted.” (Ecolalia) 

“ — ¿Cómo se llama? — Cuarenta y cinco casas”. (Sín- 
toma de Ganser o de las respuestas laterales). 



) 5 4 ( 



PRIMER MANIFIESTO 

No existe conversación en la que no apunte algo de 
este desorden. Sólo logran disimularlo pasajeramente 
el esfuerzo de sociabilidad que domina en aquélla y la 
gran costumbre que tenemos. En semejantes razones 
radica también la gran debilidad de todo libro, que debe 
entrar en incesante conflicto con el espíritu de sus 
mejores lectores, es decir, los más exigentes. En el 
brevísimo diálogo que he improvisado más arriba entre 
un médico y un alienado, a éste le corresponde la mejor 
parte, ya que se impone con sus respuestas a la atención 
del médico que lo examina, sin ser el que interroga. 
¿Puede decirse que su mente es, en ese instante, la más 
fuerte? Tal vez. Ya está libre de no tener en cuenta ni 
su edad ni su nombre. 

El surrealismo poético, motivo de este estudio, se ha 
dedicado hasta ahora a restablecer el diálogo en su 
verdad absoluta, liberando a los interlocutores de las 
obligaciones de la cortesía. Cada uno prosigue simple- 
mente su soliloquio, sin tratar de obtener un goce dia- 
léctico particular, ni de imponerse por nada del mundo 
a su prójimo. La palabra no se propone, como de ordi- 
nario, desarrollar una tesis, por insignificante que sea; 
es desinteresada al máximo. En cuanto a la respuesta 
que provoca es, en principio, totalmente indiferente 
para el amor propio del que ha hablado. Los vocablos, 
las imágenes, se ofrecen sólo como trampolines al espí- 
ritu del que escucha. Así deben considerarse en Los 
Campos Magnéticos , 10 primera obra puramente surrea- 
lista, las páginas agrupadas bajo el título “Barreras”, en 
las que Soupault y yo mostramos esos interlocutores 
imparciales. 

o o o 




) 5 5 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



El surrealismo no permite que quienes se le entregan lo 
abandonen cuando les venga en gana. Todo nos inclina 
a pensar que actúa sobre el espíritu al modo de los 
estupefacientes; como ellos crea cierto estado de nece- 
sidad, pudiendo impulsar al hombre a terribles rebelio- 
nes. Puede admitirse que sea un verdadero paraíso 
artificial, y que determine goces expuestos al examen 
crítico que hizo Baudelaire de los otros paraísos. El 
análisis de los efectos misteriosos y de los placeres 
especiales que llega a producir no puede dejar de ocu- 
par un lugar en este estudio. Por muchos de sus aspectos 
el surrealismo se presenta como un vicio nuevo, que no 
parece ser atributo exclusivo de algunos hombres, y que, 
como el haschisch, puede satisfacer a los consumidores 
más exigentes. 

1- Las imágenes surrealistas, como las que produce 
el opio, no son evocadas voluntariamente por el hombre, 
sino que “se le presentan de un modo espontáneo y 
despótico. No puede alejarlas porque la voluntad ya no 
tiene poder ni gobierna las facultades mentales*.” Que- 
da por saber si alguna vez alguien ha “evocado” imáge- 
nes. Si uno se atiene — como yo lo hago — a la definición 
de Reverdy, no parece que fuera posible acercar volun- 
tariamente lo que él denomina “dos realidades distan- 
tes”. El acercamiento se produce o no se produce, y eso 
es todo. Niego, por mi parte, del modo más categórico 
que las siguientes imágenes de Reverdy: 



o: 



En el arroyo hay una canción que corre 
El día se desplegó como un mantel blanco 



o: 

El mundo se mete en una bolsa 

demuestren el menor grado de premeditación. Es falso, 
a mi criterio, pretender que “el espíritu ha captado las 
relaciones” entre las dos realidades en contacto. En 
primer término, no ha captado nada conscientemente, 
sino que del acercamiento fortuito de dos términos ha 
brotado un fulgor particular, el fulgor de la imagen, a 
cuyo brillo somos infinitamente sensibles. El valor de la 
imagen depende de la belleza de la chispa obtenida, y 
por lo tanto es función de la diferencia de potencial 
entre los dos conductores. Cuando esta diferencia es 
mínima, como pasa en la comparación*, la chispa no se 
produce. Ahora bien: opino que no está dentro del 
poder del hombre el concertar el acercamiento de dos 
realidades tan distantes. El principio de asociación de 
ideas, tal como lo conocemos, se opone a ello; o habría 
que retornar a un arte elíptico que Reverdy condena 
tanto como yo. Es forzoso admitir, entonces, que el 
espíritu no deduce los términos de la imagen uno del 
otro con miras a engendrar la chispa, sino que son 
productos simultáneos de la actividad que yo denomino 
surrealista, limitándose la razón a comprobar y valorar 
el fenómeno luminoso. 

Y así como la longitud de la chispa es mayor cuando 
ésta se produce a través de gases enrarecidos, la atmós- 
fera surrealista producida por la escritura mecánica, 
que he intentado poner al alcance de todos, se presta 
singularmente para producir las más bellas imágenes. 
Hasta puede decirse que las imágenes aparecen en esa 
carrera vertiginosa como los únicos conductores del 



* Baudelaire. 



* Ver la imagen en Jules Renard. 



) 5 6 ( 



) 5 7 ( 



¡te*,-. 




espíritu. Éste se va convenciendo poco a poco de la 
suprema realidad de esas imágenes. Comienza por to- I 
lerarlas, pero pronto advierte que halagan a la razón y 
que al mismo tiempo acrecientan sus conocimientos. 

Llega así a darse cuenta de la extensión ilimitada donde 
se manifiestan sus deseos, donde el pro y el contra se 
reducen sin cesar y donde su oscuridad no lo traiciona. | 
Avanza conducido por esas imágenes que lo arrebatan 
y que apenas le dan tiempo para soplar sobre el fuego i 
de sus dedos. Es la noche más bella, la noche de los 
relámpagos: el día, a su lado, es la noche. 

Los innumerables tipos de imágenes surrealistas re- 
querirían una clasificación que ahora no me propongo 
intentar. Agruparlas según sus particulares afinidades 
me llevaría demasiado lejos. Sólo quiero tener en cuenta 
lo común de todas ellas. No oculto que para mí la imagen 
más poderosa es la que presenta el grado más elevado j 
de arbitrariedad; la que exige más tiempo para ser 
traducida al lenguaje práctico, sea porque encubre una 
enorme dosis de contradicción aparente, sea porque 
uno de sus términos haya sido escamoteado curiosa- 
mente, sea que anunciándose de un modo sensacional 
termine resolviéndose débilmente (cerrando brusca- 
mente el ángulo de su compás), sea que deduzca de sí 
misma una justificación formal irrisoria, sea que entre 
en el orden alucinatorio, sea que, con la mayor natura- | 
lidad, preste a lo abstracto la máscara de lo concreto o 
viceversa, sea que implique la negación de alguna pro- 
piedad física elemental, sea que desencadene la risa. He 1 
aquí, por orden, algunos ejemplos: 

El rubí del champaña. (Lautréamont) 

Bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho en 



) 5 8 ( 



PRIMER MANIFIESTO 

los adultos , cuya propensión al crecimiento no es propor- 
cional a la cantidad de moléculas que su organismo 
asimila. (Lautréamont) 

Una iglesia se erguía resonante como una campana. 
(Philippe Soupault) 

En el sueño de Rrose Sélavy hay un enano que sale de un 
pozoy va a comer su pan por la noche. (Robert Desnos) 

Sobre el puente, el rocío con cabeza de gata se balancea- 
ba. (André Bretón) 

Algo a la izquierda, en mi firmamento adivinado, percibo 
— pero sin duda sólo se trata de un vapor de sangre y de 
crimen — el diamante en bruto de las perturbaciones de 
la libertad. (Louis Aragón) 

En la selva incendiada 

Los leones eran frescos. (Roger Vitrac) 

El color de las medias de una mujer no es forzosamente 
igual al de sus ojos, lo que ha hecho decir a un filósofo, 
cuyo nombre no vale la pena mencionar: Los cefalópo- 
dos tienen más motivos que los cuadrúpedos para odiar 
el progreso”. (MaxMorise) 

Quiérase o no hay allí material para satisfacer diver- 
sas exigencias del espíritu. Todas esas imágenes pare- 
cen testimoniar que el espíritu está maduro para cosas 
más importantes que las benignas alegrías a las que se 
entrega habitualmente. Es el único medio a su alcance 




) 5 9 ( 




PRIMER MANIFIESTO 



de utilizar en provecho propio la cantidad ideal de 
acontecimientos de los que está cargado.* Esas imágenes 
le dan la medida de su modo habitual de malgastarse y de 
los inconvenientes que esto le ocasiona. Y no es peijudidal 
que acaben por desconcertarlo, pues desconcertar al es- 
píritu es probarle su error. Las frases transcriptas más 
arriba contribuyen grandemente a ello. Pero el espíritu que 
las saborea obtiene la certeza de encontrarse en el buen 
camino ; por sí mismo no podría hacerse culpable de 
argucia; no tiene nada que temer, puesto que además está 
seguro de abarcarlo todo. 

2 e El espíritu que se sumerge en el surrealismo revive 
con exaltación lo mejor de su infancia; un poco, quizás, 
como la certidumbre de aquel que, estando a punto de 
ahogarse, repasa en menos de un minuto todo lo que no 
pudo superar en su vida. Se me dirá que eso no es muy 
alentador; pero a mí no me interesa alentar a quienes 
arguyen tal cosa. De los recuerdos de infancia, y de 
algunos otros, se desprende un sentimiento de algo 
insumiso y al mismo tiempo descamado, que considero 
lo más fecundo que existe. Quizás sea la infancia lo que 
está más cerca de la “verdadera vida”. La infancia, que 
una vez transcurrida, deja un hombre que sólo posee, 
fuera de su pasaporte, algunos billetes de favor. La 
infancia, en la que todo concurría a la posesión eficaz y 
sin restricciones de uno mismo. Gracias al surrealismo 
parece probable que retornen tales perspectivas. Es 

* No olvidemos que, según la fórmula de Novalis, "hay una 
serie de acontecimientos que se desarrollan paralelamente a 
los reales. Los hombres y las circunstancias modifican gene- 
ralmente la marcha ideal de los acontecimientos, de modo 
que esa marcha parece imperfecta; y hasta sus consecuencias 
son igualmente imperfectas. Una cosa semejante ocurrió con 
la Reforma: en lugar del Protestantismo adivino el Lutera- 
nismo’’. 

) 6 0 ( 



como precipitarse de nuevo hacia la propia salvación o 
la propia ruina. Se vuelve a experimentar en lo oscuro 
un delicioso terror. Gracias a Dios no es más que el 
Purgatorio. Cruza uno temblando lo que los ocultistas 
denominan paisajes peligrosos. Mis pasos hacen surgir 
monstruos que acechan: aún no demuestran intenciones 
demasiado amenazadoras hacia mí, y yo no estoy perdi- 
do, puesto que los temo. Allí están “los elefantes gino- 
céfalps y los leones alados” que, un tiempo, Soupault y 
yo temíamos encontrar; allí también el “pez soluble” 
que todavía me hace estremecer un poco. ¡PEZ solu- 
ble, no soy acaso yo el pez soluble; nací bajo el signo de 
Piscis, y el hombre es soluble en su pensamiento! La 
fauna y la flora del surrealismo son inconfesables. 

3 9 No creo en el próximo establecimiento de una 
receta surrealista. Los caracteres comunes a todos los 
textos de ese género, tales como los que ya he mencio- 
nado y muchos otros que sólo podrían suministrarnos 
un análisis lógico y un análisis gramatical riguroso, no 
se oponen a cierta evolución de la prosa surrealista en 
el tiempo. Llegadas después de una cantidad de ensa- 
yos, a los que me he dedicado desde hace cinco años, y 
a los que tengo la debilidad de juzgar extremadamente 
desordenados en su mayor parte, las historietas que 
forman la continuación de este volumen suministran 
una prueba flagrante. 11 No las considero, a causa del 
mencionado desorden, ni más dignas ni menos dignas 
que otras de presentar a los ojos del lector los beneficios 
que el aporte surrealista puede hacerle obtener a su 
conciencia. 

Por lo demás, los procedimientos surrealistas recla- 
man mayor amplitud todavía. Cualquier medio es bueno 
para obtener de ciertas asociaciones la instantaneidad 
requerida. Los papeles pegados de Picasso y de Braque 

) 6 1 ( 



tienen el mismo valor que la introducción de un lugar 
común en el desarrollo literario del estilo más pulido. 
Hasta se vuelve lícito denominar POEMA al resultado 
obtenido por la reunión lo más gratuita posible (conser- 
vando, si se quiere, la sintaxis) de títulos y fragmentos 
recortados de los periódicos: 




) 6 2 ( 



PRIMER MANIFIESTO 



POEMA 
Una carcajada 

de zafiro en la isla de Ceylán 

Los más hermosos sombreros de paja 

ESTAN DESCOLORIDOS 

BAJO LOS CERROJOS 

en una granja solitaria 

DIA A DIA 

se agrava 

lo agradable 

Un camino transitable 

os conduce al borde de lo desconocido 

el café 

predica en su provecho 
el artífice cotidiano de vuestra belleza 



) 6 3 ( 





CEHORA, 



un par 

de medias de seda 



no es 



un salto en el yació 

UN CIERVO 

Primero el amor 

Todo podría arreglarse tan bien 

PARIS ES UN PUEBLO GRANDE 

Vigilad 

Los rescoldos tapados 

LA ORACION 

Del buen tiempo 



Sabed que 
Los rayos ultravioletas 

han acabado su tarea 

pronto y bien 



PRIMER MANIFIESTO 



EL PRIMER DIARIO BLANCO 

DEL AZAR 

Será el rojo 

el cantor errante 

¿DONDE ESTA? 

en la memoria 

en su casa 

EN EL BAILE DE LOS ARDIENTES 

Hago 
al bailar 

lo que se ha hecho, lo que se hará 

o <> o 

Y se podrían multiplicar los ejemplos. Llegarían qui- 
zás a encontrarse allí el teatro, la filosofía, la ciencia, la 
crítica. Me apresuro a declarar que las futuras técnicas 
surrealistas no me interesan. 

o o o 

Una gravedad distinta tienen a mi juicio* —ya lo he 



Por más reservas que me permita hacer sobre la res- 
ponsabilidad en general y sobre los considerandos mé- 



dado a entender suficientemente — las aplicaciones del 
surrealismo a la acción. Por supuesto, no creo en la 
virtud profética de la palabra surrealista: “lo que yo digo 
es oráculo”* Sí, mientras yo lo acepte , pero el oráculo 
mismo, ¿qué es?**. La piedad de los hombres no me 



dico-legales que influyen en el establecimiento del grado 
de responsabilidad de un individuo: responsabilidad total, 
irresponsabilidad o responsabilidad limitada (sic); y por 
difícil que me sea admitir el principio de un culpabilidad 
cualquiera, me gustaría saber cómo serán juzgados los 
primeros actos delictuosos cuyo carácter surrealista no 
ofrezca dudas. ¿Absolverán al acusado o sólo se beneficia- 
rá de circunstancias atenuantes? Lástima que ya casi no se 
repriman los delitos de prensa, porque podríamos asistir a 
un proceso de este tipo: el acusado ha publicado un libro 
que atenta contra la moral pública; algunos de los ciuda- 
danos “más honorables” lo acusan también de difamación; 
se acumulan además contra él una serie de cargos abruma- 
dores como ser: injurias al ejército, incitación al crimen y 
a la violación, etc. Por otra parte, el acusado inmediata- 
mente coincide con la acusación para “condenar” la mayor 
parte de las ideas expresadas. Se limita a alegar en su 
descargo que no se considera autor de su libro, por consti- 
tuir éste una producción surrealista donde se excluye toda 
cuestión de mérito o falta de mérito del firmante, quien se 
limita a transcribir un documento sin emitir opinión, sien- 
do por lo tanto tan ajeno al texto incriminado como el 
mismo presidente del tribunal. 

Todo lo dicho sobre la publicación de un libro podrá 
extenderse a miles de otros actos el día en que los métodos 
surrealistas alcancen la suficiente difusión. Entonces será 
necesarioque una nueva moral sustituya a la moral corrien- 
te, causa de todos nuestros males. 

* Rimbaud. 

** Sin embargo, sin embargo... Habría que terminar con 
la duda. Hoy, 8 de junio de 1924, más o menos a la una, la 
voz me susurraba: “Béthune, Béthune”. ¿Qué quería de- 
cir? Yo no conozco a Béthune y tengo una idea muy vaga 
de la ubicación de ese punto en el mapa de Francia. Bé- 



) 6 6 ( 



PRIMER MANIFIESTO 

engaña. La voz surrealista que sacudía a Gimes, Dodo- 
na y Delfos no es distinta de la voz que dicta mis palabras 
menos enfurecidas. Si mi tiempo no debe ser el suyo, 
¿por qué habría de ayudarme a resolver el problema 
pueril de mi destino? Por desgracia debo fingir actuar 
en un mundo en el que, para llegar a tener en cuenta sus 
sugestiones, tendría que acomodarme a dos clases de 
intérpretes: unos para traducirme sus sentencias y otros 
— imposible encontrarlos — para imponer a mis seme- 
jantes la interpretación que yo les daría. En este mundo 
en el que soporto lo que soporto (no pretendan saber- 
lo), ¡este mundo moderno!, en fin, ¡demonios!, ¿qué 
queréis que haga? Aunque la voz surrealista llegara a 
callarse, ya no estoy de humor para contar mis desapa- 
riciones. Nunca más entraré, ni en mínima parte, en el 
cómputo maravilloso de mis años y mis días. Me pasará 
como a Nij inski que, al ser llevado el año pasado al 
Ballet Ruso, no supo a qué clase de espectáculo asistía. 
Me quedaré solo, completamente solo dentro de mí 
mismo, indiferente hacia todos los ballets del mundo. 
Os entrego todo lo que hice y lo que no hice. 



thune no me evoca nada, ni siquiera una escena d e Los tres 
mosqueteros. Hubiera debido partir para Béthune, donde 
quizás me espera algo; francamente hubiese sido demasia- 
do simple. Me han contado que en un libro de Chesterton 
aparece un detective que para encontrar a alguien en una 
ciudad, se limita a visitar a fondo todas las casas cuyo 
exterior presenta algún detalle ligeramente anormal. Este 
sistema vale tanto como cualquiera. 

Análogamente, en 1919, Soupault entraba en una cantidad 
de inmuebles imposibles para preguntar si allí vivía Philip- 
pe Soupault. Pienso que no se hubiera asombrado ante una 
respuesta afirmativa de la encargada. Habría llamado a su 
propia puerta. 




) 6 7 ( 






PRIMER MANIFIESTO 



Y entonces me invade un deseo inmenso de juzgar 
con indulgencia el ensueño científico, tan impropio, al 
fin de cuentas, desde cualquier punto de vista. ¿Los sin 
hijos ? 12 Bueno. ¿La sífilis? Como usted quiera. ¿La 
fotografía? No tengo inconveniente. ¿El cine? Bravo 
por las salas oscuras. ¿La guerra? Nos divertimos bien. 
¿El teléfono? Hola, sí. ¿La juventud? Encantadores 
cabellos blancos. Trate de hacerme decir gracias: “Gra- 
cias”. Gracias... La gran estima que demuestra el vulgo 
por las investigaciones de laboratorio propiamente di- 
chas se debe a que conducen a la invención de máqui- 
nas, al descubrimiento de sueros, cosas todas en las 
cuales se considera directamente interesado. No duda 
ni un instante que tienen por objeto mejorar su suerte. 
No podría decir yo exactamente en qué proporción 
entran los puntos de vista humanitarios en el ideal de los 
sabios, pero no creo que lleguen a constituir un cúmulo 
excesivo de bondad. Hablo, entiéndase bien, de los 
sabios auténticos y no de los vulgarizadores de toda 
calaña que se hacen extender un diploma. Creo, tanto 
en éste como en otros terrenos, en la pura alegría su- 
rrealista del hombre que, consciente del fracaso reite- 
rado de todos los demás, no se da por vencido, parte 
desde donde quiere y por un camino absolutamente 
distinto del camino razonable, llega hasta donde puede. 
Tal o cual imagen con que le parecerá oportuno ir 
jalonando su derrotero, y que quizá le signifique el 
reconocimiento público, me dejan — debo confesarlo — 
absolutamente indiferente. El material que necesita 
acumular a su alrededor tampoco me impone respeto: 
ni sus tubos de vidrio ni mis plumas metálicas. En cuanto 
a su método, no doy más por él que por el mío; he visto 
actuar al inventor del reflejo cutáneo plantar; manipu- 
laba sin descanso sus sujetos; y lo que practicaba era 



algo muy distinto de un examen: resultaba evidente que 
no se subordinaba a ningún plan . Aquí y allá hacía una 
observación, como de lejos, sin dejar su alfiler y sin 
interrumpir la carrera de su martillo de reflejos. La 
tarea fútil de tratar los enfermos la delegaba en otros. 
Estaba totalmente absorbido por esa fiebre sagrada. 

El surrealismo tal como lo concibo proclama lo bas- 
tante nuestro disconformismo absoluto para que se le 
pueda citar en el proceso al mundo real como testigo de 
descargo. Por el contrario, sólo sabría justificar el esta- 
do de completa distracción que tenemos la esperanza 
de alcanzar aquí abajo. La distracción de la mujer en 
Kant, la distracción “de las uvas” en Pasteur, la distrac- 
ción de los vehículos en Curie, son, a este respecto, 
profundamente sintomáticas. Sólo de un modo muy 
relativo este mundo está hecho a la medida del pensa- 
miento, y las incidencias de este género constituyen tan 
solo los episodios sobresalientes de un guerra de inde- 
pendencia en la que me precio de participar. El surrea- 
lismo es el “rayo invisible” que nos permitirá un día 
triunfar de nuestros adversarios. “No tiembles, adefe- 
sio”. Este verano las rosas son azules; la madera es 
vidrio, la tierraenvuelta en su verdor me impresiona tan 
poco como un aparecido. Vivir y dejar de vivir son 
soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte. 



Advertencia para la reedición del Segundo manifiesto 
(1946) 



Estoy persuadido, al permitir que reaparezca hoy el Se- 
gundo manifiesto del surrealismo, de que el tiempo se ha 
encargado de suavizar por mí sus aristas polémicas. 
Deseo que haya corregido, aunque sea hasta cierto punto 
a mis expensas, los juicios a veces apresurados que emití 
sobre diversos comportamientos individuales tal como 
creí verlos delinearse entonces. Este aspecto del texto sólo 
puede justificarse ante quienes se tomen el trabajo de 
situar el Segundo manifiesto en el clima intelectual del 
año que lo vio nacer. Justamente alrededor de 1930, los 
espíritus liberados adquieren conciencia del próximo e 
ineluctable retomo de la catástrofe mundial A la difusa 
desorientación resultante, admito que se superpuso en mí 
otra preocupación: ¿cómo sustraer a la corriente cada 
vez más imperiosa, la barca que algunos de nosotros 
habíamos constmido con nuestras propias manos para 
remontar esa misma corriente? Ante mis propios ojos, las 
páginas que siguen evidencian molestos rasgos de nervio- 
sidad. Tienen en cuenta agravios de importancia desi- 
gual: no hay duda que algunas defecciones fueron 
dolorosamente sentidas, y que la actitud — completa- 



) 7 3 ( 



mente incidental — frente a los casos de Baudelaire, de 
Rimbaud, induciría a pensar, en un primer momento, si 
se la toma aisladamente, que los más vapuleados po- 
drían muy bien ser aquellos que fueron depositarios de la 
mayor confianza inicial, aquellos de quienes más se ha- 
bía esperado. Con la perspectiva del tiempo, la mayor 
parte de ellos han llegado a comprenderlo tan bien como 
yo, de modo que entre nosotros se produjeron ciertos 
acercamientos, al mismo tiempo que acuerdos de apa- 
riencia más durable eran a su vez denunciados. Una 
asociación de hombres como la que permitió la edifica- 
ción del surrealismo — tan ambiciosay apasionada como 
no se había conocido igual por lo menos desde el sansi- 
monismo — no deja de obedecer a ciertas leyes de fluc- 
tuación que justifican muy humanamente la incapaci- 
dad de una firme decisión desde el interior. Los recien- 
tes acontecimientos, al encontrar alineados en le mis- 
mo frente a todos aquellos que el Segundo manifiesto 
enjuicia, demuestran que su formación común fue sa- 
na, y confieren objetivamente un límite razonable a sus 
altercados. En la medida en que algunos de ellos han 
podido ser víctimas de los acontecimientos o, de un 
modo más general, víctimas de la vida — pienso en 
Desnos, en Artaud — me apresuro a declarar que los 
yerros que me aconteció adjudicarles caen por su pro- 
pio peso, como también en el caso de Politzer — cuya 
actividad se ha concretado permanentemente fuera del 
surrealismo, razón por la cual no tenía por qué rendir 
al surrealismo cuentas de ella — no me avergüenza 
reconocer que me equivoqué en un todo en cuanto a su 
personalidad. 

Lo que a quince años de distancia aparece como 
vulnerable en algunas de mis presunciones contra unos y 
otros, no me quita libertad para alzarme contra la afir- 



) 7 4 ( 



SEGUN DO MANIFIESTO 

mación recientemente emitida * de que en el seno del 
surrealismo las divergencias políticas habrían estado de- 
terminadas por “ cuestiones personales ”. Las cuestiones 
personales sólo fueron discutidas por nosotros a poste- 
riori y no llegaron a hacerse públicas sino en los casos 
en que podían pasar por flagrantes transgresiones — que 
repercutirían en la historia de nuestro movimiento — a 
los principios fundamentales sobre los cuales se asentaba 
nuestro acuerdo. Se trataba entonces, y todavía se trata, 
del mantenimiento de una plataforma lo bastante móvil 
para enfrentar los cambiantes aspectos del problema de 
la vida, al mismo tiempo que lo bastante estable para 
testificar sobre la no ruptura de cierto número de com- 
promisos mutuos — y públicos — contraídos en la época 
de nuestra juventud. Los panfletos con que unos surrea- 
listas fulminaban, como ha podido decirse, a los otros, 
atestiguan, ante todo, la imposibilidad para ellos de si- 
tuar el debate a menor nivel Si la vehemencia de la 
expresión parece en ellos desproporcionada, a veces, a la 
desviación, al error o a la “falta ” que pretenden estigma- 
tizar, creo que, fuera del juego de cierta ambivalencia de 
sentimientos a la que ya hice alusión, ello debe atribuirse 
al malestar del tiempo, y también a la influencia formal 
de buena parte de la literatura revolucionaria, en la que 
conviven la expresión de ideas generales y rigurosas con 
todo un alarde de arranques agresivos de poca monta 
dirigidos a tal o cual de sus contemporáneos." 



* Ver Jules Monnerot: La poésie modeme et le sacré, 
pág. 189. 

* * Ver Miseria de la filosofía, Anti-Dühring, Materialismo 
y empiriocriticismo, etc. 



) 7 5 ( 



4 » 4 * 



ANALES MEDICOS - PSICOLOGICOS 

DIARIO 

DE LA 

ALIENACION MENTAL 

Y DE 

LA MEDICINA LEGAL DE LOS ALIENADOS 



CRONICA* 



LEGITIMA DEFENSA 



En el último número de los Anales Médico - psicológi- 
cos, el doctor A. Rodiet, en el curso de una interesante 
crónica, habló de los riesgos profesionales del médico de 
hospicio. Citó los recientes atentados de los que fueron 
víctimas muchos de nuestros colegas e investigó los me- 
dios de protegemos eficazmente contra el peligro que 
representa el contacto permanente del psiquiatra con el 
alienado y su familia. 

Pero el alienado y su familia constituyen un peligro 
que yo calificaría de “endógeno está ligado a nuestra 
misión, y es su corolario obligado. Simplemente lo acep- 
tamos. No sucede lo mismo con un peligro que yo deno- 
minaría “exógeno” y que, éste sí, merece toda nuestra 

*Ann méd. psych., 12 a serie, t. II, noviembre de 1929. 



) 7 7 ( 



atención. Pareciera que debiera provocar reacciones más 
importantes de nuestra parte. 

He aquí un ejemplo particularmente significativo: uno 
de nuestros enfermos , maníaco reivindicador, perseguido 
y especialmente peligroso, me proponía, con suave ironía, 
la lectura de un libro que circulaba libremente en las 
manos de otros alienados. Ese libro, recientemente publi- 
cado por las ediciones de la Nouvelle Revue Frangaise, 
parecería recomendable por su origen editorial y su pre- 
sentación correcta e inofensiva. Era Nadja, de Andró 
Bretón. Florecía allí el surrealismo con su voluntaria 
incoherencia, sus capítulos, hábilmente deshilvanados, y 
ese arte delicado que consiste en mistificar al lector. En 
medio de extravagantes dibujos simbólicos, se encontra- 
ba la fotografía del profesor Claude. Un capítulo, en 
efecto, nos estaba especialmente consagrado. Los infor- 
tunados psiquiatras eran allí copiosamente injuriados, y 
un pasaje (marcado con un trozo de lápiz azul por el 
enfermo que nos había ofrecido tan amablemente ese 
libro) atrajo muy particularmente nuestra atención; con- 
tenía estas frases: “Sé que si estuviera loco, a los pocos 
días de estar internado aprovecharía una remisión de mi 
delirio para asesinar fríamente al que se pusiera a mi 
alcance, con preferencia al médico. Por lo menos gana- 
ría, como los lóeos furiosos, que me colocaran en una 
celda individual Quizás también me dejaran en paz. ” 

No se puede encontrar una incitación al homicidio 
más característica. Sólo provocará nuestro orgulloso 
desdén o quizás apenas llegue a rozar nuestra indolente 
indiferencia. 

Recurrir, en casos semejantes, a la autoridad superior, 
nos parecería dar muestras de un alborotamiento tan fuera 
de lugar que no nos animaríamos ni a pensarlo. Y sin 
embargo, hechos de ese género se multiplican iodos los días. 



) 7 8 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 

Considero que nuestra displicencia es culpable en 
gran parte. Nuestro silencio puede hacer sospechar de 
nuestra buena fe, y alentar todas las audacias. 

¿Porqué nuestras sociedades, nuestra corporación, no 
han de reaccionar ante tales incidentes, trátese de un 
hecho colectivo o de un caso individual? ¿Por qué no 
hacer llegar una nota de protesta a un editor que publica 
una obra como Nadja, y por qué no intentar una acción 
judicial contra un autor que, en nuestra opinión, ha 
rebasado los límites del decoro? 

Creo que sería interesante (y constituiría nuestro úni- 
co medio de defensa) encarar en el marco de nuestra 
corporación, por ejemplo, la constitución de un comité 
encargado especialmente de estas cuestiones. 

El doctor Rodiet terminaba su crónica con estas pa- 
labras: “El médico de hospicio puede reivindicar con 
justo título el derecho de ser protegido sin restricción por 
la sociedad que él mismo defiende... ” 

Pero la sociedad parece olvidar a veces la reciprocidad 
de los deberes. A nosotros toca el recordárselo. 

£ 

I! 

PaulAbély 

I 



) 7 9 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



SOCIEDAD MEDICO - PSICOLOGICA 



Sesión del 28 de octubre de 1929 

Habiendo presentado el señor Abéfy una comunicación 
sobre las tendencias de los autores que se denominan 
surrealistas y sobre los ataques que dirigen contra los 
médicos alienistas, esta comunicación da lugar a la si- 
guiente discusión : 

Discusión 

Dr. de CLÉRAMBAULT: Pregunto al profesor Janet 
qué vínculos existen entre el estado mental de los sujetos I 
y los caracteres de su producción. 

P. JANET: El manifiesto del surrealismo incluye una 
introducción filosófica digna de atención. Los surrealis- 
tas sostienen que la realidad es fea por definición; la 
belleza sólo existe en lo que no es real El hombre intro- 
duce la belleza en el mundo. Para producir lo bello hay 
que apartarse en lo posible de la realidad. 

Las obras de los surrealistas constituyen principal- 
mente confesiones de obsesos y escépticos. 

Dr. de Clérambault: Los artistas excesivistas que 
lanzan modas impertinentes, a veces con el apoyo de 
manifiestos que condenan todas las tradiciones, me pa- ! 

rece que, desde el punto de vista técnico, y cualquiera que k 

sea el nombre que ellos adopten (y cualquiera que sea el » 



género de arte y la época incriminada), pueden ser todos 
calificados de “procedistas”. El procedismo consiste en 
ahorrarse el esfuerzo de pensar, y especialmente el de la 
observación, para aplicarse a una factura o a una fórmu- 
la determinadas, con el cuidado de producir un efecto 
único, esquemático y convencional: de ese modo se logra 
una producción rápida, con las apariencias de un estilo, 
y soslayando las críticas que una similitud con la vida 
facilitaría. Descubrir esta degradación del trabajo resulta 
particularmente fácil en el terreno de las artes plásticas; 
pero puede ser igualmente demostrada en el dominio 
verbal. 

El género de orgulloso pereza que engendra o que 
favorece el procedismo, no es privativo de nuestra época. 
En el siglo xvi los conceptistas, gongoristasy eufuistas; 
en el siglo xvn, los preciosistas fueron todos procedistas. 
Vadius y Trissotin eran procedistas, aunque más mode- 
rados y laboriosos que los de hoy, quizás porque ellos 
escribían para un público más selecto y erudito. 

En los dominios de la plástica, el auge del procedismo 
parece datar tan sólo del último siglo. 

P. Janet: En apoyo de la opinión del Dr. Clérambault 
traigo a colación ciertos “procedimientos "de los surrea- 
listas. Sacan, por ejemplo, cinco palabras al azar del 
interior de un sombrero y realizan series de asociaciones 
con esa cinco palabras. En la Introducción al Surrealis- 
mo se da a conocer toda una historia con estas dos 
palabras : pavo y sombrero de copa. 

Dr. de Clérambault: En una parte de su exposi- 
ción, el doctor Abéfy les ha revelado una campaña de 
difamación. Este punto merece ser comentado. 

La difamación forma parte de los riesgos profesiona- 
les del alienista; ella nos ataca, si la ocasión se presenta, 
con motivo de nuestras funciones administrativas o de 



) 8 0 ( 



) 8 1 ( 




SEGUNDO MANIFIESTO 



nuestra acción como expertos: sería justo que la autori- 
dad que nos designa nos protegiera. 

Contra todos los riesgos profesionales, de cualquier 
naturaleza que fueren, el técnico debería estar garanti- 
zado por disposiciones precisas que le aseguraran ayuda 
inmediata y permanente. Estos riesgos no son sólo de 
orden material, sino también moraL La preservación 
contra esos riesgos implicaría socorros, subsidios, apoyo 
jurídico y judicial, indemnizaciones, y hasta, a veces, una 
pensión permanente y total En la fase de urgencia, los 
gastos de asistencia pueden ser cubiertos por una Caja de 
seguro mutuo ; pero en última instancia deben ser solven- 
tados por la autoridad misma durante cuyo servicio se 
han sufrido los daños. 



La sesión se levanta a las 18 horas. 

Uno de los secretarios, 
Guiraud 



- * 



A despecho de los caminos particulares de cada uno de 
los que han proclamado o proclaman su afinidad con el 
surrealismo, se acabará por conceder que éste no pro- 
pendió sino a provocar, desde el punto de vista intelec- 
tual y moral, una crisis de conciencia de una índole lo 
más general y lo más grave posible: el haber o no alcan- 
zado este objetivo será lo único que decidirá sobre su 
éxito o fracaso histórico. 

Desde el punto de vista intelectual se trataba, y aún 
se trata, de comprobar por cualquier medio, y de poner 
en evidencia, a cualquier precio, el carácter facticio de 
las viejas antinomias hipócritamente destinadas a pre- 
venir toda inoportuna agitación del hombre, sea incul- 
cándole el convencimiento de la indigencia de sus 
posibilidades, sea prohibiéndole zafarse, en una valede- 
ra medida, de la opresión universal. El espantajo de la 
muerte, los cafés cantantes del más allá, el naufragio de 
la más bella razón en el sueño, la abrumadora cortina 
del porvenir, las torres de Babel, los espejos de la 
inconsistencia, el infranqueable muro del dinero salpi- 
cado de sesos, todas esas imágenes tan impresionantes 
de la catástrofe humana no son quizás sino imágenes. 



Íl 

h 

i í 



% 

% 

í 

I 

y 

i 

-% 

> 

j 

í 

i 

# 

i 

i 

"V 

i 

i 

i 



i 

i 



) 8 2 ( 



) 8 3 ( 



Todo nos induce a creer que existe un punto del espíritu 
donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo 
pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, 
lo alto y lo bajo, dejan de ser percibidos como contra- 
dictorios. Sería vano buscar en la actividad surrealista 
otro móvil que la esperanza de determinar ese punto. 
De aquí se desprende claramente cuán absurdo resul- 
taría adjudicarle una orientación exclusivamente des- 
tructora o constructora: el punto en cuestión es afortiori 
aquel en que la construcción y la destrucción dejan de 
ser blandidas la una contra la otra. También es evidente 
que el surrealismo no está interesado en todo lo que se 
produce a su alrededor con los pretextos de arte o 
anti-arte, de filosofía o antifilosofía; en una palabra, en 
todo aquello cuya finalidad no sea el aniquilamiento del 
ser en un diamante interior y ciego, que puede ser tanto 
el alma del hielo como la del fuego. ¿Qué pueden 
esperar de la experiencia surrealista quienes todavía 
conservan alguna preocupación por el lugar que ocupa- 
rán en el mundo ? En ese lugar mental donde sólo cabe 
emprender para sí mismo un peligroso aunque —así 
creemos— supremo reconocimiento, no puede ser 
cuestión de atribuir la menor importancia a los pasos de 
los que llegan o se van, ya que esos pasos se producen 
en una región donde, por definición, el surrealismo no 
tiene oídos. No seria deseable que éste dependiera del 
humor de tales o cuales hombres. La declaración de su 
capacidad para arrancar al pensamiento, por métodos 
que le son propios, de una servidumbre cada vez más 
dura, y para restituirlo al camino de la comprensión 
integral, devolviéndole su pureza primitiva, es justifica- 
tivo suficiente para que se le juzgue sólo por lo que ha 
hecho y por lo que le resta hacer para dar cumplimiento 
a su promesa. 



) 8 4 ( 



S E G U N DO MANIFIESTO 

Antes de proceder a una rendición de cuentas es 
importante saber a qué clase de virtudes morales recu- 
rre el surrealismo, ya que hunde sus raíces en la vida — y 
no es, sin duda, por azar que lo hace en la vida de este 
tiempo — en el momento en que yo recargo esta vida de 
anécdotas tales como el cielo, el ruido de un reloj, el 
frío, un malestar, vale decir que vuelvo a hablar de ella 
de un modo corriente. Nadie está exento de pensar en 
esas cosas, o de tener apego a un peldaño cualquiera de 
esa escala degradada, a no ser que haya superado la 
última etapa del ascetismo. Es justamente desde el 
repugnante hervidero de esas representaciones caren- 
tes de sentido que nace y se nutre el deseo de ir más allá 
de la insuficiente y absurda distinción entre lo bello y lo 
feo, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal. Y como del 
grado de resistencia que esta idea de elección encuentra 
depende el vuelo más o menos seguro del espíritu hacia 
un mundo por fin habitable, se concibe que el surrealis- 
mo no tema hacer un dogma de la rebelión absoluta, de 
la insumición total, del sabotaje sistematizado, y que no 
espere ya nada que no provenga de la violencia. El acto 
surrealista más simple consiste en salir a la calle empu- 
ñando revólveres y tirar sobre la multitud al azar cuantas 
veces sea posible. Quien no ha tenido, siquiera una vez, 
deseos de acabar de ese modo con el pequeño sistema 
de envilecimiento y cretinización en vigor tiene su lugar 
señalado en esa multitud, con su vientre a la altura del 
tiro*. La legitimidad de tal acto no es — en mi criterio — 

* Sé que estas dos últimas frases van a colmar de gozo a 
cierto número de babiecas que tratan, desde hace mucho 
tiempo, de oponerme a mí mismo. ¿Así que yo digo que 
“el acto surrealista más simple...”? Peroentonces...ymien- 
tras unos, que se sienten aludidos, aprovechan para pre- 
guntarme “qué estoy esperando”, los otros me acusan de 



) 8 5 ( 



en absoluto incompatible con la creencia en ese resplan- 
dor que el surrealismo intenta descubrir en el fondo de 
nosotros. Sólo he querido dar entrada aquí a la deses- 
peración humana, fuera de la cual no hay nada capaz de 
justificar esta creencia. Es imposible estar de acuerdo 
con una prescindiendo de la otra, y quien fingiera adop- 
tar dicha creencia sin participar realmente de esta de- 
sesperación no tardaría en tomar apariencia de enemigo 
a los ojos de los que comprenden. Parece cada vez 
menos necesario buscar precursores de esta disposición 
espiritual, que encontramos tan ocupada consigo mis- 
ma, y que denominamos surrealista. En lo que a mí 
respecta no me opongo a que los cronistas, judiciales y 
otros, la consideren específicamente moderna. Deposi- 
to más confianza en este instante actual de mi pensa- 

anarquía y quieren hacer creer que me han sorprendido en 
flagrante delito de indisciplina revolucionaria. Nada me 
resulta más fácil que echar a perder a esas gentes su pobre 
efecto. Es verdad, me preocupa saber si un ser está dotado 
de violencia antes de preguntarme si en ese ser la violencia 
transige o no transige. Creo en la virtud absoluta de todo lo 
que se ejerce, espontáneamente o no, en el sentido del 
disconformismo, y no son las razones de eficacia general 
en las que se inspira la larga paciencia prerrevolucionaria 
razones ante las cuales me inclino — las que me volverán 
insensible al grito que pueda arrancamos, a cada instante, 
la terrible desproporción entre lo que se ha ganado y lo que 
se ha perdido, entre lo que ha sido otorgado y lo que se ha 
soportado. Está claro que no es mi intención recomendar 
este acto que llamo el más simple nada más que porque es 
simple, y buscarme querella a causa de él sería igual que 
preguntar burguesamente a todo no conformista por qué 
no se suicida o a todo revolucionario por qué no va a vivir 
a la URSS. ¡Con buena música se vienen! La prisa que 
tienen algunos por verme desaparecer y mi gusto natural 
por la agitación bastarían para disuadirme de dejar libre 
tan fácilmente el “campo”. 



) 8 6 ( 



SEGUNDO MANI F I b S I U 



miento que en toda la significación que quiera dársele 
a una obra acabada, a una vida humana llegada a su 
término. Nada más estéril, en definitiva, que esa perpe- 
tua interrogación a los muertos: ¿Se convirtió Rimbaud 
la víspera de su muerte? ¿Se encuentran en el testamen- 
to de Lenin los elementos para una condenación de la 
política actual de la III Internacional? ¿Un defecto 
físico insoportable y de índole puramente personal fue 
la causa del pesimismo de Alfonso Rabbe? ¿Se mani- 
festó Sade en plena Convención como contrarrevolu- 
cionario? Basta con plantear estas cuestiones para tener 
idea de la fragilidad del testimonio de los que ya no 
existen. Hay demasiados canallas interesados en el éxito 
de esta empresa de desvalijamiento espiritual para que 
yo los siga en ese terreno. En cuestión de rebeldía 
ninguno de nosotros debe tener necesidad de antepasa- 
dos. Tengo que precisar que, en mi opinión, es necesa- 
rio desconfiar del culto a los hombres, por grandes que 
en apariencia sean. Con la excepción de uno solo, Lau- 
tréamont, no veo quién no haya dejado algún rastro 
equívoco de su paso por el mundo. Inútil discutir sobre 
Rimbaud: Rimbaud se engaño, Rimbaud quiso enga- 
ñarnos. Es culpable ante nosotros de haber permitido, 
de no haber hecho imposibles, ciertas deshonrosas in- 
terpretaciones de su pensamiento al estilo Claudel. 
Tanto pero también para Baudelaire ( Oh Satan... ) y 
esta regla eterna de su vida: Rezar todas las mañanas 
mi plegaria a Dios, fuente de toda fuerza y justicia, a mi 
padre, a Mariette, y a Poe , como intercesores . El dere- 
cho a contradecirse, admitámoslo; ¡pero hay un límite! 
¿A Dios, a Poe? ¿Poe, a quien en las revistas policiales 
se lo tiene, con justo título, por el maestro de los policías 
científicos (De Sherlock Holmes a Paul Valéry...)? ¿No 
es vergonzoso presentar bajo una luz seductora de inte- 



) 8 7 ( 



4* íi* w 



lectualidad a un tipo de policía, siempre de policía , y 
dotar al mundo de un método policíaco? Escupamos de 
paso sobre Edgar Poe.* 

Si gracias al surrealismo podemos desechar sin vaci- 
laciones la idea según la cual las cosas que “existen” son 
las únicas posibles, y si sostenemos que por un camino 
que “existe”, que podemos mostrar y ayudar a seguir, se 
puede llegar hasta lo que se afirmaba que no existe; si 
no encontramos palabras suficientes para estigmatizar 
la bajeza del pensamiento occidental; si no tememos 
entrar en insurrección contra la lógica; si no juráramos 
♦ 

En el momento de la publicación original de Mane Roget, 
las notas colocadas al pie de página habían sido considera- 
das superfluas. Pero muchos años han transcurrido después 
del drama en el que está basado este relato, y nos ha parecido 
bien agregarlas aquí, junto con alpinas palabras de explica- 
ción relativas al propósito general Una muchacha, Mary 
Cecilia Rogers, fue asesinada en los alrededores de Nueva 
York, y aunque su muerte excitó un interés intenso y persist- 
ente, el misterio de que estaba rodeada todavía no se había 
resuelto en la época en que este trozo fue escrito y publicado 
( noviembre de 1842). Aquí, con el pretexto de contar el 
destino de una chiquilla parisiense, el autor ha trazado mi- 
nuciosamente los hechos esenciales, así como los no esencia- 
les y simplemente paralelos del homicidio real de Mary 
Rogers. De este modo, todo argumento fundado en la ficción 
es aplicable a la verdad; y la búsqueda de la verdades la meta. 
El misterio de Mane Roget fue compuesto lejos del teatro 
del crimen, y sin otros medios de investigación que los perió- 
dicos que el autor pudo procurarse. De este modo careció de 
muchos documentos que le hubiesen sido útiles, de haber 
estado en el país e inspeccionado los lugares. No resulta 
inútil recordar, sin embargo, que las confesiones de dos 
personas (una de ellas la Madame Deluc de la novela ), 
hechas en épocas distintas y mucho tiempo después de esta 
publicación, han confirmado plenamente no sólo la con- 
clusión general sino también todos los principales detalles 
hipotéticos en los que esa conclusión se había fundado”. 
(Nota de introducción al Misterio de Marie Roget). 

) 8 8 ( 



nunca que un acto cumplido durante el sueño tiene 
menos sentido que uno ejecutado despierto; si ni siquie- 
ra estamos seguros de que no terminaremos un día 
(mientras tanto yo escribo: un día; yo escribo: mientras 
tanto), que no terminaremos de una vez con el tiempo , 
vieja farsa siniestra, tren en perpetuo descarrilamiento, 
pulso loco, inextricable amontonamiento de bestias que 
revientan o ya reventaron, ¿cómo se pretende que de- 
mostremos ternura o incluso tolerancia frente a un 
aparato de conservación social de cualquiera clase? 
Sería el único delirio realmente inaceptable para noso- 
tros. Todo está por hacerse y todos los medios deben 
ser buenos para destruir las ideas de familia, patria, 
religión. Por conocida que sea la posición surrealista a 
este respecto, es necesario insistir que no implica con- 
cesiones. Los que hemos tomado la responsabilidad de 
sostenerla persistimos en anteponer esa negación liqui- 
dando todo otro criterio de valor; estamos dispuestos a 
gozar plenamente de la aflicción tan bien fingida con la 
que el público burgués (siempre tan innoblemente dis- 
puesto a perdonarnos ciertos “errores de juventud ) 
acoge la irresistible necesidad que nunca nos abandona 
de revolearnos de risa ante la bandera francesa, de 
vomitar de asco al rostro de todos los sacerdotes, y hacer 
blanco en la ralea de los “deberes esenciales” con el 
arma de largo alcance del cinismo sexual. Combatimos 
la indiferencia poética en todas sus formas; el arte como 
distracción, la investigación erudita, la especulación 
pura; no queremos nada en común con los pequeños o 
grandes ahorristas del espíritu. Todas las cobardías, 
todas las abdicaciones, todas las traiciones posibles no 
nos impedirán que acabemos con esas bagatelas. Es 
interesante observar además que, librados a sí mismos, 
aquellos que nos han puesto en la necesidad de dejarlos 

) 8 9 ( 




SEGUNDO MANIFIESTO 



de lado, bien pronto perdieron pie, teniendo que recu- 
rrir a los más miserables expedientes para recobrar el 
favor de los defensores del orden, grandes partidarios 
todos de un rasero que iguala las cabezas. Una fidelidad 
sin desfallecimientos a las obligaciones del surrealismo 
supone un desinterés, un desprecio por los riesgos, un 
rechazo de toda transacción, que muy pocos son capa- 
ces de mantener por largo tiempo. Aunque no quedara 
ninguno de los que en los comienzos hicieron depender 
sus perspectivas de significación y su afán de verdad, del 
surrealismo, éste seguiría viviendo. De todas maneras 
ya es demasiado tarde para que el grano no germine 
hasta el infinito en el terreno humano, en compañía del 
miedo y otras variedades de malezas que han de dar 
cuenta de todo. A esto se debe que me haya propuesto, 
como lo atestigua el prefacio a la reedición del Mani- 
fiesto del surrealismo (1929), abandonar silenciosamen- 
te a su triste destino a cierto número de individuos que 
me dan la impresión de haberse hecho justicia a sí 
mismos: es el caso de Artaud, Carrive, Delteil, Gérard, 
Limbour, Masson, Soupault y Vitrac, citados en la pri- 
mera edición del Manifiesto (1924), y de otros más. 
Habiendo cometido el primero de estos señores la im- 
prudencia de lamentarse, creo oportuno modificar mi 
primera intención: 

“Hay — escribe Artaud a L’Intransigeant, el 10 de 
setiembre de 1929 — en la nota sobre el Manifiesto del 
surrealismo aparecida en L’Intransigeant del 24 de 
agosto último, una frase que despierta muchas cosas: ‘El 
señor Bretón no ha considerado oportuno hacer ningu- 
na corrección en esta reedición de su libro -especial- 
mente en lo que se refiere a nombres — , y tal cosa le 
honra, aunque de todos modos las rectificaciones se 
hacen solas’. Lo que Bretón invoca como honor para 

) 9 0 ( 



juzgar a cierto número de personas a las que se refieren 
las rectificaciones supradichas tiene que ver con una 
moral de secta con la que ha estado infectada hasta 
ahora sólo una reducida minoría literaria. Hay que dejar 
a los surrealistas esos juegos de papelillos comprome- 
tedores 13 . Por otra parte, todo lo ocurrido hace un año 
en el asunto Ensueño se aviene mal con la palabra 
honor”. 

Me cuidaré de polemizar con el firmante de tal carta 
sobre el sentido absolutamente preciso que yo le doy a 
la palabra honor. No hubiese yo dado importancia al 
hecho de que un actor, teniendo como norte el lucro o 
la pequeña gloria, pusiera en escena suntuosamente una 
obra del vacío Strindberg, a la que ni él mismo concede 
importancia; repito, que no encontraría nada de parti- 
cularmente reprochable si este actor no se hubiese pre- 
sentado de cuando en cuando como hombre de 
pensamiento, de furor y de sangre, o no hubiese sido el 
que en algunas páginas de La Révolution Surréaliste 
ardía, según él, en el deseo de quemarlo todo, y preten- 
día no esperar nada sino de “ese grito del espíritu que 
se vuelve hacia sí mismo, decidido a pulverizar desespe- 
radamente todas sus trabas”. Mas, ¡ay!, fue ése tan sólo 
un papel que representó como tantos otros. Montó El 
Ensueño de Strindberg al saber que la embajada sueca 
costearía los gastos (Artaud no ignora que yo puedo 
demostrarlo), y aun advirtiendo que con eso calificaba 
el valor moral de la empresa, no le importó. Siempre 
evocaré a Artaud con dos polizontes a sus flancos en la 
puerta del teatro Alfred Jarry azuzando a una veintena 
más de gendarmes contra ios únicos amigos que todavía 
la víspera había reconocido como tales, habiendo pre- 
viamente negociado en la comisaría el arresto de los 
mismos. Todo esto justifica de sobra que Artaud en- 

) 9 1 ( 




SEGUNDO MANIFIESTO 



cuentre molesto el que yo hable de honor. 

Aragón y yo hemos podido comprobar, por la acogi- 
da que tuvo nuestro aporte crítico en el número especial 
de Variété: “El surrealismo en 1929”, que la molestia 
cada vez menor que experimentamos, a medida que 
pasa el tiempo, para establecer la calificación moral de 
las personas, que la desenvoltura con que el surrealismo 
se jacta de agradecer los servicios prestados a quien- 
quiera que sea, ante la menor claudicación, no es del 
gusto de algunos canallas de la prensa, para quienes la 
dignidad del hombre sólo constituye motivo de mofa. 
¿Qué idea es ésa de exigir tanto de la gente de un 
dominio que, salvo algunas excepciones románticas: 
suicidio y demás, hasta ahora resulta muy poco contro- 
lado? ¿Para qué seguir afectando repulsión? Un policía, 
algunos vividores, dos o tres rufianes de la pluma, algu- 
nos desequilibrados, un cretino, a los cuales nada se 
opondría a que se les reunieran un pequeño número de 
seres sensatos, firmes y probos, que se calificaría de 
energúmenos, ¿no tendríamos aquí todo lo necesario 
para formar un equipo divertido, inofensivo, exacta- 
mente a la imagen de la vida, un equipo de hombres 
pagados por partido, y que ganan acumulando tantos? 
Mierda. 

La confianza del surrealismo no puede estar ni bien 
ni mal colocada, por la simple razón de que no está 
colocada en ninguna parte. Ni en el mundo sensible, ni 
de un modo sensible fuera de tal mundo, ni en la conti- 
nuidad de las asociaciones mentales que hacen depen- 
der muestra existencia de una necesidad natural o de un 
capricho superior, ni en el interés que podría tener el 
“espíritu” en entendérselas con nuestra clientela de 
paso. Y mucho menos aún — y esto se sobreentiende — 

) 9 2 ( 



en los recursos cambiantes de los que han comenzado 
por depositar su fe en él. No es un hombre cuya rebeldía 
se canaliza y se agota quien podrá impedir que esa 
rebeldía siga rugiendo amenazadora, ni podrán tampo- 
co impedir por muchos que esos hombres sean —y la 
historia es casi sólo una crónica de su ascender de 
rodillas — que esta rebelión logre domar, en los grandes 
instantes oscuros, a la bestia siempre renaciente del 
“conviene más”. A estas horas hay todavía por el mun- 
do, en los colegios, hasta en los talleres,* en las calles, 
en los seminarios, en los cuarteles, seres jóvenes, puros, 
que rehúsan doblegarse. Sólo a ellos me dirijo, para 
ellos acometo la empresa de defender al surrealismo de 
la acusación de ser apenas un pasatiempo intelectual 
como cualquier otro. Que ellos indaguen, sin prejuicios, 
qué es lo que hemos querido hacer, que nos ayuden o, 
de lo contrario, que nos releven uno a uno, si fuera 
necesario. No vale la pena que nos defendamos de la 
acusación de haber pretendido formar un círculo cerra- 

* ¿Hasta? se dirán. Nos corresponde a nosotros, en efecto 
— sin tolerar por eso que se embote la punta de curiosidad 
específicamente intelectual con la que el surrealismo irrita 
en su propio terreno a los especialistas de la poesía, del 
arte y de la psicología a puerta cerrada — , a nosotros nos 
corresponde, repito, aproximamos, con la paciencia que 
se requiere, y sin sacudidas , al entendimiento con el obre- 
ro, poco apto, por definición, para seguimos en una serie 
de pasos que no implican, en todos los casos, el punto de 
vista revolucionario de la lucha de clases. Somos los pri- 
meros en deplorar que la única parte interesante de la 
sociedad sea mantenida sistemáticamente apartada de lo 
que ocupa la cabeza de la otra, y que sólo tenga tiempo 
para las ideas que han de servir directamente a su emanci- 
pación, lo que la induce a confundir en una desconfianza 
sumaria todo lo que se emprende al margen de ella, de 
buen o mal grado, por la sola razón de que el problema 

) 9 3( 



do, y únicamente pueden sacar provecho de propagar 
tal rumor aquellos cuyo acuerdo más o menos breve con 
nosotros ha sido denunciado por nosotros por vicio 
redhibitorio. A éstos pertenece el señor Artaud, como 
ya se ha visto, y como se hubiese podido confirmar 
cuando clamaba por su madre al ser abofeteado por 
Pierre Unik en un corredor de hotel. A éstos también 
pertenece el señor Carrive, incapaz de encarar proble- 
mas como el político y el sexual de otro modo que no 
fuera bajo el ángulo del terrorismo gascón, mísero apo- 
logista, al fin de cuentas, del Garine de Maíraux. A ellos 
pertenece el señor Delteil con su innoble crónica sobre 
el amor en el número 2 de la Révolution Surréaliste 
(Dirección Naville) y su aporte a la literatura desde su 
exclusión de nuestro grupo: “Los poilus”, “Juana de 
Arco”, con lo que no vale la pena insistir. También 



social no se puede plantear aislado. No resulta, pues, sor- 
prendente que el surrealismo refrene la ambición de dis- 
traer, por poco que sea, del curso de sus reflexiones 
propias, admirablemente activas, a la juventud que trajina, 
mientras que la otra, más o menos cínica, la observa traji- 
nar. Por el contrario, ¿quécorresponde al surrealismo sino 
comenzar por detener, al borde del conformismo definiti- 
vo, a un número limitado de hombres armados únicamente 
de escrúpulos, pero en los que no todo permite afirmar 
— ni las duras experiencias que han sufrido permiten pro- 
bar — que estarán, también ellos, a favor del lujo y en 
contra de la miseria? Deseamos continuar manteniendo al 
alcance de estos hombres un conjunto de ideas que noso- 
tros mismos hemos considerado perturbadoras, evitando 
siempre que la comunicación de esas ideas se convierta de 
medio — que es lo que debe ser — en objetivo, ya que el 
objetivo debe ser la ruina total de las pretensiones de una 
casta a la que pertenecemos a pesar nuestro, y que sólo 
podremos contribuir a abolir en los demás una vez que las 
hayamos suprimido en nosotros mismos. 



) 9 4 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 

pertenece a ellos el Sr. Gérard, único en su género, 
eliminado realmente por imbecilidad congénita, con 
una evolución distinta del caso anterior: quehaceres 
menudos en La Lutte de classes , en La Verité lA , nada 
importante. Tenemos el señor Limbour, casi desapare- 
cido también: escepticismo y coquetería literaria en el 
peor sentido de la palabra. También el señor Masson, 
cuyas convicciones surrealistas, aunque ostentosamen- 
te pregonadas, no resistieron a la lectura de un libro 
titulado El surrealismo y la pintura 15 en que el autor, 
poco respetuoso-en verdad de tales jerarquías, no creyó 
necesario darle más espacio que a Picasso, que Masson 
considera un crápula, o a Max Ernst, a quien acusa tan 
sólo de no pintar tan bien como él. Estas explicaciones 
las recogí de boca del mismo Masson 16 . A ellos perte- 
nece Soupault 17 , y con él la infamia total: no hablemos 
de lo que publica con su firma sino de lo que no firma: 
las notículas que desliza furtivamente — aunque lo nie- 
gue con una agitación de rata que da vueltas en el 
ratódromo— , como la siguiente, aparecida en el diario 
chantajista Aux Ecoutes: “El señor André Bretón, jefe 
del grupo surrealista, ha desaparecido de la guarida de la 
banda en la calle Jacques Callot (se trata de la antigua 
Galería Surrealista). Un amigo surrealista nos informa 
que han desaparecido junto con él algunos libros de 
contabilidad de la extraña sociedad del barrio latino 
dedicada a la supresión de todo. Se nos hace saber 
también que el exilio del señor Bretón se ve suavizado por 
la deliciosa compañía de una blonda surrealista René 
Crevel y Tristan Tzara saben ya quién es el autor de 
determinadas revelaciones asombrosas sobre sus vidas, 
y de otras imputaciones calumniosas. Por mi parte, 
confieso que experimento cierto placer cuando el señor 
Artaud intenta hacerme pasar gratuitamente por des- 



) 9 5 ( 







SEGUNDO MANIFIESTO 



honesto, así como cuando el señor Soupault tiene la 
desfachatez de insinuar que soy un ladrón. Y menciona- 
remos finalmente al señor Vitrac, auténtico estercolero 
de las ideas —dejémosle la “poesía pura” en compañía 
de esa cucaracha de abate Brémond— , pobre pelele de 
una ingenuidad tal que le ha hecho confesar que su ideal 
como hombre de teatro — ideal que naturalmente com- 
parte con Artaud— sería organizar espectáculos que 
rivalizaran en belleza con las batidas policiales (declara- 
ción del teatro Alfred Jarry, publicada en la Nouvelle 
Revue Franqaise)* . Todo esto es —como puede apre- 
ciarse— bastante jocoso. Y muchos, muchos más que 
no encuentran cabida en esta enumeración, sea porque 
su actividad pública es en extremo i nsignif icante, sea 
porque su trapacería se ha desarrollado en un terreno 
más limitado, o porque hayan salido del paso con algún 
rasgo de humor; todos han servido para probarnos que 
hay muy pocos hombres, entre los que se ofrecen, capa- 
ces de estar a la altura de la intención surrealista, y 
también para convencernos de que aquello que a la 
primera flaqueza los juzga y los precipita irrevocable- 
mente a su pérdida, aunque el número de los que que- 
den sea menor que el de los que caen, obra en provecho 
de esa intención. 

Sería demasiado pedirme que me abstuviera por más 
tiempo de este comentario. En la medida de mis recur- 
sos estimo que no estoy autorizado a pasar por alto a los 
abyectos, a los simuladores, a los arribistas, a los falsos 
testigos y a los soplones. El tiempo perdido en la espera 
de poder confundirlos puede todavía recuperarse, pero 
sólo recuperarse contra ellos. Pienso que esta discrimi- 

* “¡Estoy hasta la coronilla de la Revolución!”, su histó- 
rica frase en el surrealismo. Evidentemente. 

) 9 6 ( 



nación muy precisa es la única perfectamente digna del 
objetivo que perseguimos, pienso que habría cierta ce- 
guera mística en subestimar el alcance disolvente de la 
estada de estos traidores entre nosotros, como sería la 
más lamentable ilusión de carácter positivista suponer 
que esos traidores, que sólo han hecho un tanteo, pue- 
dan permanecer insensibles a nuestra sanción*. 

Y el diablo proteja, una vez más, la idea surrealista, 
así como cualquier otra idea que tienda a tomar una 
forma concreta, para que pueda someter a ella todo lo 
que sea posible imaginar de mejor en el orden de los 
hechos , del mismo modo que la idea de amor tiende a 
crear un ser, que la idea de revolución tiende a precipi- 
tar el día de la revolución, hechos sin los cuales esas 
ideas carecerían de sentido — recordemos que la idea 
de surrealismo tiende simplemente a la recuperación 
total de nuestra energía psíquica por medio del descen- 
so vertiginoso en nosotros mismos, la iluminación siste- 
mática de los lugares ocultos y el oscurecimiento 
progresivo de otros lugares, el paseo perpetuo en el 

* No podía haber dado mejor en el clavo: desde que estas 
líneas aparecieron por primera vez en la Révolution Surréa- 
liste, he podido gozar de tal concierto de imprecaciones 
contra mí, que si alguna cosa tuviera que hacerme perdo- 
nar en todo esto, sería el haber tardado en provocar esta 
hecatombe. Si hay una acusación a la que reconozco haber 
dado motivos por mucho tiempo, es seguramente la de 
indulgencia, y fuera de mis verdaderos amigos hubo espí- 
ritus lúcidos que la formularon. Tengo inclinación, es 
verdad, a una tolerancia muy amplia en cuanto a los pre- 
textos personales de actividad particular y, más todavía, en 
cuanto a los pretextos personales de inactividad general. 
Con tal que un corto número de ideas definidas como 
comunes no fueran puestas en discusión, he dejado pasar 
— puedo insistir en decirlo: he dejado pasar — a éste sus 
disparates, a aquél sus tics, a ese otro su falta casi total de 
capacidad. Téngase la seguridad de que me corregiré. 

) 9 7 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



corazón mismo de la zona prohibida, y recordemos que 
no hay ninguna perspectiva seria de que su actividad cese 
en tanto que el hombre sea capaz de distinguir un animal 
de una llamarada o de una piedra—, el diablo proteja, 
repito, la idea surrealista de comenzar a andar sin avatares. 
Es absolutamente necesario que hagamos como si estuvié- 
ramos realmente en el mundo para atrevemos después a 
formular algunas reservas. Aunque disguste, pues, a los 
que se desesperan de vemos abandonar a menudo las 



No me molesta haberles dado, yo solo, a los doce firman- 
tes de Un cadáver (así denominan demasiado fútilmente al 
planfleto que me han consagrado), la oportunidad de ejer- 
cer una verba — que en unos había dejado de existir y en 
otros nunca había existido — , para hablar con exactitud, 
despampanante. Pude comprobar que el asunto que esta 
vez tenían entre manos había por lo menos logrado llevar- 
los a una exaltación que hasta ahora nada había podido 
lograr, hasta el punto de que podría creerse que los más 
jadeantes de entre ellos necesitaran, para recobrar aliento, 
contar con mi último suspiro. Con todo, gracias, me siento 
bastante bien; veo con placer que el profundo conocimien- 
to que algunos tienen de mí, por haberme frecuentado 
asiduamente durante años, los deja perplejos en cuanto a 
la clase de agravio “mortal” que podrían hacerme, y sólo 
les sugiere injurias absurdas del tono de las que reproduz- 
co, a título de curiosidad, al final del segundo manifiesto. 
Juzgan criminal que haya comprado algunos cuadros sin 
convertirme después en esclavo de ellos: de creerle a di- 
chos señores, en esto estriba positivamente mi culpabili- 
dad... y en haber escrito el presente manifiesto. 

Que, por propia iniciativa, los diarios, siempre más o 
menos mal dispuestos hacia mí, hayan concedido que en 
esta circunstancia no ven muy bien lo que se me pueda 
reprochar moralmente, me dispensa de entrar a este res- 
pecto en detalles ociosos, y me da la medida precisa del mal 
que pueden hacerme para que no quiera convencer aún 
más a mis enemigos del bien que se me puede hacer 
encarnizándose en hacerme ese mal: 

) 9 8 ( 



alturas a las que nos relegan, emprenderé la tarea de 
hablar aquí de la actitud política, “artística”, polémica, 
que puede, al final de 1929, ser la nuestra, y fuera de 
ella, poner en evidencia la oposición que en realidad le 
hacen algunos comportamientos individuales, elegidos 
entre los más típicos y los más particulares de hoy. 



“Acabo, escribe M. A R. de leer Un cadáver : sus amigos 
no podían haberle rendido mejor homenaje. 

Su generosidad, su solidaridad son impresionantes. Do- 
ce contra uno. 

Para usted soy un desconocido, pero no un extraño. 
Espero que me permitirá testimoniarle mi estima, enviarle 
mis saludos. 

Si usted quisiera — y en el momento en que lo desee — 
organizar una concentración de fuerzas, esa concentración 
sería inmensa, y le daría el testimonio de seres que lo 
siguen, muchos de los cuales son distintos de usted, pero 
como usted generosos y sinceros, y en soledad. En cuanto 
a mí, he estado muy interesado estos últimos años en su 
acción, en su pensamiento”. 

En efecto, espero, no mi día, sino que me atrevo a decir 
nuestro día, el de todos nosotros que nos reconoceremos 
tarde o temprano por un signo: que no llevamos los brazos 
colgando delante como los otros — ¿se han dado cuenta, 
hasta los más apurados? — Mi pensamiento no está en 
venta. Tengo treinta y cuatro años y creo capaz a mi 
pensamiento, más que nunca, de azotar como una carcaja- 
da a los que no tienen pensamiento y a los que, habiéndolo 
tenido, lo han vendido. 

Me gusta pasar por fanático. Quienquiera que deplore 
el establecimiento en el plano intelectual de costumbres 
tan bárbaras como las que tienden a instituirse y reclame 
la infecta cortesía, deberá considerarme uno de los hom- 
bres que, metidos en la lucha, menos habrán admitido salir 
de ella con algunos tajos decorativos. Nada podrá hacer en 
esto la gran nostalgia de los profesores de historia de la 
literatura. Desde hace cien años, graves intimaciones se 
han hecho. Estamos muy lejos de la dulce, de la suave 
“batalla” dcHemani 

) 9 9 ( 



-> 

* 



* 

I 

%. 

% 



I 

I 

P 

> 

í 

J 

I 



I 

i 

■Sf' 



i. 

I 

b 

"- : w 




SEGUNDO MANIFIESTO 



No sé si corresponde contestar aquí a las objeciones 
pueriles de los que, computando las conquistas posibles 
del surrealismo en el dominio poético, donde se inició 
su acción, se inquietan de verle tomar partido en la 
querella social, y pretenden que lleva todas las de per- 
der. Se debe, sin discusión, a pereza de parte de ellos, o 
a la expresión desfigurada del deseo que tienen de 
limitarnos. En la esfera de la moralidad —creemos que 
Hegel ha dicho de una vez por todas—, en tanto se 
distingue de la esfera social, sólo se tiene una convicción 
formal, y si mencionamos la verdadera convicción es 
para destacar la diferencia, y para evitar la confusión en 
que se podría incurrir al considerar la convicción tal 
como es aquí, o sea la convicción formal, como si fuera 
la convicción verdadera, en tanto que ésta sólo se produce 
primeramente en la vida social. (Filosofía del Derecho ) . 
Un enjuiciamiento de la suficiencia de esta convicción 
formal carece hoy de sentido, y querer que a todo precio 
nos atengamos a ella no honra ni la inteligencia ni la 
buena fe de nuestros contemporáneos. No existe, desde 
Hegel, sistema ideológico alguno que pueda, sin de- 
rrumbarse inmediatamente, sustraerse de colmar el va- 
cío que dejaría en el pensamiento mismo el principio de 
una voluntad que actúa por su propia cuenta y entera- 
mente encaminada a reflejarse en sí misma. Cuando 
hago recordar que la lealtad, en el sentido hegeliano de 
la palabra, sólo puede ser función de la penetrabilidad 
de la vida subjetiva por la vida “sustancial” y que, sean 
las que fueren las divergencias, esta idea no ha encon- 
trado ninguna objeción fundamental por parte de espí- 
ritus tan diversos como Feuerbach, quien termina 
negando la conciencia como facultad particular; como 
Marx, enteramente dominado por la necesidad de mo- 
dificar de cabo a rabo las condiciones externas de la vida 

) i o o ( 



social; como Hartmann, que extrae de una teoría del 
inconsciente de base ultrapesimista una afirmación nueva 
y optimista de nuestra voluntad de vivir; como Freud, que 
insiste cada vez más sobre la presión propia del superyo, 
pienso que nadie se asombrará de ver al surrealismo 
aplicarse, al pasar, a cosas distintas de la resolución de un 
problema psicológico, por interesante que éste sea. Es en 
nombre del reconocimiento imperioso de esta necesidad 
que estimo imposible evitarnos el planteo, del modo más 
candente, de la cuestión del régimen social bajo el que 
vivimos: me refiero a la aceptación o no aceptación de ese 
régimen. En nombre de este reconocimiento resulta más 
que tolerable que yo incrimine, de paso, a los tránsfugas 
del surrealismo, para quienes lo que yo sostengo aquí es 
demasiado difícil o demasiado elevado. Hagan lo que 
hagan, aunque saluden con gritos de falsa alegría su propia 
retirada, y por más que nos hagan objeto de una grosera 
decepción — y con ellos todos los que dicen que tanto vale 
un régimen como otro porque de todas maneras el hombre 
ser á vencido — no me harán olvidar que no será a ellos, así 
espero, sino a mí a quien corresponderá gozar de esa 
“ironía” suprema que se aplica a todo y también a los 
regímenes. Esa ironía les será rehusada porque está más 
allá — pero lo implica previamente— de todo acto volun- 
tario que consiste en describir el ciclo de la hipocresía, del 
probabilismo, de la voluntad que quiere el bien y de la 
convicción. (Hegel: Fenomenología del espíritu). 

El surrealismo, si entra especialmente en el camino 
de enjuiciar las nociones de realidad e irrealidad, de 
razón y sinrazón, de reflexión e impulsión, de saber y 
“fatal” ignorancia, de utilidad e inutilidad, etc., presenta 
con el materialismo histórico por los menos esa analogía 
de tendencia que parte “del colosal aborto” del sistema 

) i o i ( 



hegeliano. Me parece imposible asignar límites -los 
del marco económico, por ejemplo—, al ejercicio de un 
pensamiento definitivamente agilizado en la negación, 
y en la negación de la negación. ¿Cómo admitir que el 
método dialéctico no puede aplicarse con validez sino a 
la solución de los problemas sociales? Toda la ambición 
del surrealismo es suministrarle posibilidades de apli- 
cación desvinculadas del dominio consciente más inme- 
diato. No veo — aunque disguste a ciertos revoluciona- 
rios de espíritu limitado- por qué tendríamos que 
abstenernos de agitar; siempre que encaremos desde el 
mismo ángulo que ellos encaran la Revolución (y tam- 
bién nosotros) los problemas del amor, del sueño, de la 
locura, del arte y de la religión . Ahora ya no temo decir 
que antes del surrealismo no se había hecho nada siste- 
mático en ese sentido, y que en el punto en que lo 
habíamos encontrado, también para nosotros “el méto- 
do dialéctico bajo su forma hegeliana era inaplicable”. 
Se trataba, también para nosotros, de la necesidad de 

• 

La falsa cita es uno de los sistemas, que desde hace poco, 
se usan más frecuentemente contra mí. Doy como ejemplo 
la manera como Monde ha creído sacar partido de esta 
frase: “Pretendiendo encarar desde el mismo ángulo que 
los revolucionarios los problemas de) amor, del sueño, de 
la locura, del arte y de la religión, Bretón tiene la osadía de 
escribir... etc.” Es verdad que, como puede leerse en el 
número siguiente de la misma revista: “La Révolution Su- 
rréaliste arremete contra nosotros en su último número. Se 
sabe que la estupidez de esa gente no tiene límites”. (Sobre 
todo, ¿no es cierto?, después de que esa gente declinó, sin 
siquiera tomarse la molestia de contestar, vuestro ofreci- 
miento de colaboración en Monde , ¡Qué hacer!) Del mis- 
mo modo, un colaborador del Cadáver me regaña 
duramente con el pretextode que he escrito: “Juro no llevar 
jamás el uniforme francés”. Lo siento, pero no se trataba de 
mí. 



) 1 0 2 ( 



acabar con el idealismo propiamente dicho, para lo cual 
sólo la creación de la palabra surrealismo nos significa- 
ba una garantía y, para retomar el ejemplo de Engels, 
de la necesidad de no atenernos al desarrollo pueril: 
“La rosa es una rosa. La rosa no es una rosa. Y sin 
embargo, la rosa es una rosa”, pero que se me permita 
este paréntesis, para arrastrar a “la rosa” en un movi- 
miento provechoso de contradicciones menos benignas, 
en el que ella sea sucesivamente la que proviene del 
jardín, la que ocupa un lugar destacado en un sueño, la 
que no es posible apartar del “ramillete óptico”, la que 
puede cambiar totalmente de propiedades al pasar por 
la escritura automática, la que ya no tiene más que lo 
que el pintor ha querido que conservara de rosa en un 
cuadro surrealista, y finalmente, la que, completamente 
distinta en sí misma, retorna al jardín. Lejos está esto de 
una visión idealista cualquiera y ni siquiera nos defen- 
deríamos si pudiéramos dejar de ser blanco de los 
ataques del materialismo primario, ataques que proce- 
den a la vez de quienes, por conservadorismo subalter- 
no, no tienen ningún interés en poner en claro las rela- 
ciones del pensamiento y de la materia, y de quienes, 
por un sectarismo revolucionario mal entendido, con- 
funden, menospreciando lo que se pregunta, este mate- 
rialismo con el que Engels distinguía esencialmente, y 
que definía ante todo como una intuición del mundo 
llamada a ser puesta a prueba y a realizarse: En el 
transcurso del desarrollo de la filosofía, el idealismo se 
tomó insostenible y fue negado por el materialismo mo- 
derno. Este último, que es la negación de la negación, no 
significa la mera restauración del antiguo materialismo: 
agrega a los fundamentos durables de éste, todo el pen- 
samiento de la filosofía y de las ciencias de la naturaleza 
en el transcurso de una evolución de dos mil años, más 



) 1 0 3 ( 




SEGUNDO MANIFIESTO 



el producto mismo de esa larga historia. Nosotros que- 
remos también partir de una posición tal que la filosofía 
nos resulte superada. Creo que es el destino de todos 
aquellos para los que la realidad no tiene únicamente 
una importancia teórica sino que, además, es una cues- 
tión de vida o muerte hacer un llamamiento apasionado, 
como lo quería Feuerbach, a esa realidad: nuestro des- 
tino es dar como damos, totalmente, sin reservas, nues- 
tra adhesión al principio del materialismo histórico, el 
de ellos, arrojar al rostro del mundo intelectual atónito 
la idea de que “el hombre es lo que come”, y que una 
revolución futura tendría mayores perspectivas de éxito 
si el pueblo recibiera una alimentación mejor, de la clase 
de los guisantes en lugar de patatas. 

Nuestra adhesión al principio del materialismo his- 
tórico... no puede haber equívoco en esto. Si no depen- 
diera más que de nosotros — quiero decir, con tal que 
el comunismo no nos trate sólo como bichos curiosos 
destinados a poner en práctica en sus filas la necedad y 
la desconfianza— nos mostraríamos capaces de cum- 
plir, desde el punto revolucionario, todos nuestros de- 
beres. Desgraciadamente es un compromiso que a 
nadie interesa sino a nosotros. En lo que a mí concierne, 
no he podido, por ejemplo, cruzar hace dos años el 
umbral de la casa del Partido francés, libre e inadvertido 
como era mi deseo; esta casa en donde, en cambio, 
tantos individuos no recomendables, policías y demás, 
están autorizados a retozar a voluntad. En el curso de 
tres interrogatorios de muchas horas me tocó defender 
al surrealismo de la pueril acusación de ser en esencia 
un movimiento político de orientación netamente anti- 
comunista y contrarrevolucionaria. Inútil agregar que 
yo no podía esperar un enjuiciamiento a fondo de mis 

) 1 0 4 ( 



ideas de parte de los que me juzgaban. “Si usted es 
marxista, vociferaba en ese entonces Michel Marty di- 
rigiéndose a uno de nosotros, no tiene necesidad de ser 
surrealista”. Y entiéndase bien que no éramos nosotros 
quienes nos habíamos preciado de ser surrealistas en 
wSa circunstancia: la calificación nos había precedido a 
pesar nuestro, como hubiese podido ocurrir con la de 
“relativistas” para los einstenianos, o de “psicoanalis- 
tas” para los freudianos. ¿Cómo no inquietarse terrible- 
mente ante tal debilitamiento del nivel ideológico de un 
partido que surgió otrora tan magníficamente armado 
de las dos cabezas más potentes del siglo XIX? Todo esto 
es bien conocido; lo poco que puedo extraer a este 
respecto de mi experiencia personal da la medida del 
resto. Se me pidió en la célula “del gas” un informe 
sobre la situación italiana, especificando que sólo debía 
basarme en datos estadísticos (producción del acero, 
etc.) y sobre todo, nada de ideología. No pude. 

Con todo, acepto que como consecuencia de un 
malentendido, y nada más, me hayan tomado en el 
partido comunista por uno de los intelectuales más 
indeseables. Por otra parte, mi simpatía está demasiado 
exclusivamente volcada a la masa de los que harán la 
Revolución social para poder resentirse de los efectos 
pasajeros de tal accidente. Lo que no admito es que, 
seducido por especiales posibilidades de actividad , al- 
gunos intelectuales que conozco y cuyos imperativos 
morales no inspiran ninguna confianza, habiendo ensa- 
yado sin éxito la poesía, la filosofía, se desvíen hacia la 
agitación revolucionaria. Aprovechando la confusión 
que allí reina, logran un relativo engaño, y para estar 
más seguros, se apresuran a renegar estrepitosamente 
de aquello que, como el surrealismo, aunque les hizo 

) 1 0 5 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



pensar con mayor claridad de lo que piensan, al mismo 
tiempo los compelía a rendir cuentas y a justificar hu- 
manamente su posición. El espíritu no es una veleta, por 
lo menos no es sólo una veleta. No significa mucho 
pensar de pronto que uno se debe a una actividad 
especial, y por eso mismo significa muy poco si se siente 
incapaz de exponer objetivamente cómo llegó a ella, y 
en qué punto exacto tenía que estar para poder llegar. 
Que no me hablen de esa clase de conversiones revolu- 
cionarias de tipo religioso, de las que algunos se limitan 
a ponernos al tanto, agregando que están muy compla- 
cidos de no teher ningún comentario que hacer. No 
podría haber, en ese plano, ni ruptura ni solución de 
continuidad en el pensamiento. O bien sería necesario 
volver a pasar por los viejos rodeos de la gracia... Yo 
bromeo. Pero se sobreentiende que mi desconfianza es 
extrema. ¡Pero vamos; yo sé lo que es un hombre; quiero 
decir que me represento de dónde viene y también un 
poco adonde va, y se pretende que de pronto este 
sistema de referencias sea nulo; que ese hombre alcance 
una cosa distinta de aquella a la que se dirigía! Y si esto 
fuera posible, ¿ese hombre que sólo habíamos conocido 
en el simpático estado de crisálida, para poder volar con 
sus propias alas hubiera acaso necesitado salir del ca- 
pullo de su pensamiento? Una vez más, no lo creo. 
Considero que debería haber sido una exigencia extre- 
ma, no sólo práctica sino moral, para todos aquellos que 
de ese modo se apartaron del surrealismo, el haberlo 
puesto en discusión en el plano ideológico haciéndonos 
conocer desde su punto de vista la parte denunciable: 
nunca hubo nada de esto. Lo cierto es que parecen 
haber sido casi siempre sentimientos mediocres los que 
decidieron esos bruscos cambios de actitud, y creo que 
es necesario buscar el secreto de ello, como el de la gran 

) 1 0 6 ( 



movilidad de la mayor parte de los hombres, más bien 
en una pérdida progresiva de conciencia que en la 
irrupción de un motivo repentino, tan diferente de la 
precedente como lo es la fe del escepticismo. Para gran 
satisfacción de aquellos a quienes disgusta el control de 
las ideas, tal como se ejerce en el surrealismo, ese 
control no tiene razón de ser en los medios políticos, 
con lo que están libres, desde ese momento, de dar 
forma a su ambición; esa ambición que ya existía — y eso 
es lo grave — antes del descubrimiento de su pretendida 
vocación revolucionaria. Vale la pena verlos predicar 
con aires de superioridad ante los viejos militantes; vale 
la pena verlos quemar, en menos tiempos del que se 
necesita para quemar su portaplumas, las etapas del 
pensamiento crítico, más severo aquí que en cualquier 
otra parte; vale la pena ver cómo uno toma por testigo 
un pequeño busto de Lenin de tres francos noventa y 
cinco, mientras otro palmea familiarmente a Trotsky. 
Lo que no puedo aceptar de ningún modo es que gentes 
con las que mantuvimos contacto y de las que hemos 
denunciado, en todo momento desde hace tres años, 
por haberlo comprobado a nuestra costa, la mala fe, el 
arribismo y los objetivos contrarrevolucionarios: los 
Morhange, los Politzer y los Lefévre, encuentren el 
modo de ganarse la confianza de los dirigentes del 
partido comunista, hasta el punto de poder publicar, 
con su aparente aprobación por lo menos, dos números 
de una Revue de Psychologie concréte y siete números de 
la Revue Marxiste, al cabo de los cuales se encargan de 
ilustrarnos definitivamente sobre su bajeza, ya que el 
segundo, después de un año de “trabajo” en común y de 
complicidad, decide — porque se habla de suprimir la 
psicología concreta que no se vende— denunciar al 
primero al partido como culpable de haber disipado en 

) 1 0 7 ( 





SEGUNDO MANIFIESTO 



un día, en Montecarlo, una suma de doscientos mil 
francos que se le había confiado para utilizar en la 
propaganda revolucionaria. Y este último, enfurecido 
únicamente por el proceder de su compañero, se me 
acercó sin más para descargar su indignación, aunque 
reconociendo sin reparos que el hecho era exacto. Hoy 
está, pues, permitido en Francia, con la ayuda del señor 
Rappoport, abusar del nombre de Marx sin que nadie 
vea en ello nada malo. En estas condiciones, reclamo 
que se me explique dónde se encuentra la moralidad 
revolucionaria. 

Se comprende que la facilidad con que señores como 
los mentados pueden llegar a impresionar enormemen- 
te a aquellos que los acogen —ayer en el seno del 
partido comunista, mañana en la oposición a ese parti- 
do — ha sido y debe ser aún de tal naturaleza como para 
tentar a ciertos intelectuales poco escrupulosos, algunos 
surgidos también del surrealismo , el cual no tuvo des- 
pués adversarios más enconados*. Unos, al estilo del 

Por molesta que pueda resultar, por diversas causas, 
esta comprobación, considero que el surrealismo, peque- 
ñísimo puente tendido sobre el abismo , no debe estar flan- 
queado de parapetos. Hay motivos para que nos fiemos en 
la sinceridad de aquellos a quienes, un dfa, su buen o mal 
genio los condujo hacia nosotros. Sería excesivo exigirles 
en este momento una garantía de alianza definitiva, y sería 
inhumano prejuzgar en ellos la imposibilidad de desarrollo 
ulterior de cualquier apetito vulgar. ¿Cómo comprobar la 
solidez del pensamiento de un hombre de veinte años 
cuando él mismo sólo piensa en hacer valer la calidad 
puramente artística de algunas cuartillas que presenta, en 
las que, si bien aparecen las coerciones que él manifiesta 
aborrecer, no prueban que sea incapaz de hacerlas sufrir? 
Y sin embargo, de este hombre muy joven, de su solo 
impulso, depende hasta el infinito la vivificación de una 
idea sin edad. ¡Pero cuántas contrariedades! Apenas el 



señor Barón — autor de poemas bastante hábilmente 
copiados de Apollinaire, y además juerguista empeder- 
nido; desprovisto en absoluto de ideas generales; pobre 
y mínimo crepúsculo sobre una charca estancada en la 
selva inmensa del surrealismo— aportan al mundo “re- 
volucionario” el tributo de una exaltación de escolar, de 
una “crasa” ignorancia amenizada con visiones del 14 
de julio. (En un estilo impagable, el señor Barón me 
comunicó, hace algunos meses, su conversión al leninis- 
mo integral. Conservo su carta en la que las frases más 
ridiculas se mezclan con tremendos lugares comunes 
tomados del lenguaje de L ’Humanité y con protestas de 
amistad conmovedoras que pongo a disposición de los 
curiosos. No volveré sobre esto salvo que él mismo me 
obligue). Los otros, al estilo del señor Naville, de quien 
esperamos pacientemente que sea devorado por su in- 
saciable sed de notoriedad — en menos de lo que canta 
un gallo fue director del Oeuf dur, de La Révolution 
Surréaliste , tuvo parte dominante en L’Étudiant 
d’avant-garde , fue director de Clarté , de La Lutte de 
Classes, casi llegó a ser director de Camarade, y lo 
vemos ahora con un papel de primera fila en La Veri- 
té—, los otros se reprocharían de llegar a deberle a la 
causa que fuere algo más que un ligero saludo protector 
como el que dirigen a los necesitados las damas de 
beneficencia, para inmediatamente después indicarles 
en dos palabras lo que tienen que hacer. Basta con verlo 
pasar al señor Naville para que el partido comunista 
francés, el partido ruso, la mayor parte de los opositores 



tiempo para reflexionar sobre ello y ya aparece otro hom- 
bre de veinte años. Desde el punto de vista intelectual, la 
verdadera belleza no se diferencia bien, a priori, de la 
belleza del diablo. 



de todos los países en cuya primera fila hay hombres con 
los que pudo haber contraído alguna deuda: Boris Sou- 
varine y Marcel Fourrier, así como el surrealismo y yo 
mismo, todos hagamos el papel de mendicantes. El 
señor Barón que escribió L ’allure poétíque (La actitud 
poética) es a esa actitud lo que Naville es a la actitud 
revolucionaria. Una estada de tres meses en el partido 
comunista, se dijo Naville, es más que suficiente, ya que 
el interés para mí es hacer valer que yo lo he dejado. El 
señor Naville —por lo menos su padre— es muy rico. 
(Para aquellos de mis lectores a quienes no les disguste 
lo pintoresco, agregaré que la oficina de la dirección de 
La Lutte de Classes está situada en el número 15 de la 
calle de Grenelle, en una propiedad de la familia de 
Naville, que es ni más ni menos el antiguo palacio de los 
duques de La Rochefoucauld). Este tipo de considera- 
ciones me parece más oportuno que nunca. Asimismo 
destaco que cuando el señor Morhange emprende la 
fundación de La Revue Marxiste , lo hace mediante la 
financiación del señor Friedmann por cinco millones de 
francos. Aunque su mala suerte en la ruleta le haya 
obligado poco después a reembolsar la mayor parte de 
esa suma, queda firme el hecho de que gracias a esta 
ayuda financiera exorbitante llegó a usurpar, el consabi- 
do puesto, y a hacerse perdonar su notoria incompeten- 
cia. Asimismo, al suscribir cierto número de acciones de 
fundación de la empresa “Les Revues” (Las Revistas) 
de la que dependía La Revue Marxiste, el señor Barón, 
que acababa de heredar, pudo creer que horizontes más 
vastos se le abrían. Ahora bien, cuando el señor Naville 
nos participó, hace algunos meses, su intención de pu- 
blicar el periódico Le Camarade, que respondía, según 
él, a la necesidad de dar nuevo impulso a la crítica 
opositora, pero que, en realidad, le permitiría apartarse 



) i i o ( 



s E GUNDO MANIFIESTO 

de Fourier —demasiado clarividente — , de ese modo 
sigiloso que le es habitual, tuve la sorpresa de saber de 
sus propios labios quiénes corrían con los gastos de esa 
publicación de la que él sería el director, y por supuesto 
único director. ¿Se trataba de esos misteriosos “amigos” 
con los que se entablan largas conversaciones muy di- 
vertidas al acabar la última página de un periódico, y a 
ios que se procura interesar profundamente en el precio 
del papel? Absolutamente no. Se trataba pura y simple- 
mente del señor Pierre Naville y su hermano, que par- 
ticipaban con una suma de quince mil francos sobre 
veinte mil en total. El resto lo suministraban unos pre- 
tendidos “compinches” de Souvarine, cuyos nombres 
tuvo que confesar el señor Naville que ni siquiera cono- 
cía. Se ve que para hacer prevalecer un punto de vista 
en medios que a este respecto deberían ser absoluta- 
mente estrictos, importa menos hallar un punto de vista 
convincente que ser el hijo de un banquero. El señor 
Naville, que practica con arte, con vistas al clásico re- 
sultado, el método de sembrar la discordia entre la 
gente, no retrocederá — es bien evidente — ante ningún 
medio que le permita llegar a manejar la opinión revo- 
lucionaria. Pero como en esta misma selva alegórica 
— en la que yo veía hace unos instantes a Barón desple- 
gar gracias de renacuajo— ya hubo días malos para esa 
serpiente boa de pobre aspecto, por suerte no está dicho 
que domadores de la fuerza de Trotsky y aun de Souva- 
rine, no acaben por hacer entrar en razón al eminente 
reptil. Por ahora sólo sabemos que vuelve de Constan- 
tinopla en compañía del pequeño volátil Francis Gé- 
rard. Los viajes, que forman a la juventud, no alcanzan 
a deformar el bolsillo del señor Naville, padre. También 
existe un interés de primer orden en llegar a distanciar 
a León Trotsky de sus únicos amigos. Una última pre- 



) i i l ( 








SEGUNDO MANIFIESTO 



gunta, completamente platónica, a Naville: ¿Quién man- 
tiene La Vérité , órgano de la oposición comunista, en la 
cual su nombre se agranda cada semana y desde el 
momento actual aparece en primera página? Muchas 
gracias. 

Si me pareció conveniente extenderme con cierta 
amplitud sobre estos temas, lo hice, en primer término, 
para señalar que, contrariamente a lo que pretenderían 
hacer creer, todos nuestros antiguos colaboradores que 
se proclaman desengañados del surrealismo fueron ex- 
cluidos por nosotros sin una sola excepción; y, además, 
resultaba útil míe se conocieran los motivos. En segundo 
término, para señalar que, si bien el surrealismo se 
considera indisolublemente ligado, como consecuencia 
délas afinidades que acabo de indicar, a la marcha del 
pensamiento marxista, y sólo a ella, se abstiene, y segu- 
ramente se abstendrá todavía por mucho tiempo, de 
elegir entre las dos grandes corrientes que enfrentan en 
la hora actual a hombres que, aunque no participen de 
la misma concepción táctica, se han revelado, tanto de 
un lado como de otro, como auténticos revolucionarios. 
El momento en que Trotsky, en una carta fechada el 25 
de setiembre de 1929, admite que en la Internacional el 
hecho de una conversión de la dirección oficial hacia la 
izquierda resulta evidente, y en la que prácticamente 
apoya con toda su autoridad el pedido de reincorpora- 
ción de Racovsky, de Cassior y de Okoudjava (reincor- 
poración susceptible de acarrear la suya propia) no es 
el apropiado para que nosotros nos mostremos más 
irreductibles que él mismo. El momento en que la sim- 
ple reflexión sobre el más penoso conflicto que pueda 
darse impulsa a dichos hombres, dejando de lado, pú- 
blicamente por lo menos, sus más definitivas reservas, a 

) 1 1 2 ( 



un nuevo paso en la vía de la reunificación, no es el 
indicado para que procuremos emponzoñar la herida 
sentimental provocada por la represión, como lo hace 
Panaít Istrati, con la felicitación de Naville, quien no 
deja por ello de darle un amable tirón de orejas: “Istrati, 
hubiese sido mejor no publicar un fragmento de tu libro 
en un órgano como la Nouvelle Revue Franqaise *, etc.” 
Nuestra intervención en semejante asunto tiende sólo a 
prevenir a los espíritus serios contra un pequeño núme- 
ro de individuos, los cuales sabemos por experiencia 
que son estúpidos, mistificadores o intrigantes y, en 
cualquier forma, sujetos malintencionados desde un 
punto de vista revolucionario. Esto es poco más o menos 
todo lo que podemos hacer por ese lado. Somos los 
primeros en sentir que sea tan poco. 



* Sobre Panaít Istrati y el asunto Rusakof, ver la N. R. 
F. del I o de octubre y La Vérité del 11 de octubre de 
1929 . 

) 1 1 3 ( 



Para que tales desviaciones, cambios de frente, abusos 
de confianza de toda clase, se hagan posibles en el 
terreno mismo en el que acabo de ubicarme, es preciso, 
sin duda alguna, que todo sea un magnífico césped de 
escarnio, y que apenas se pueda contar con la actividad 
desinteresada de pocos hombres a la vez. Si la tarea 
revolucionaria misma, con todo lo que su cumplimiento 
supone de rigor, es incapaz, por su propia índole, de 
separar de entrada los malos de los buenos y los falsos 
de los sinceros; si, para su mal, le es forzoso esperar que 
una serie de acontecimientos exteriores se encarguen de 
desenmascarar a unos y de adornar con un resplandor 
de inmortalidad el rostro descubierto de los otros, ¿có- 
mo pretender que la cosa no funcione aún más lastimo- 
samente en lo que no es específicamente esta tarea, 
como por ejemplo en la tarea surrealista, en la medida 
en que esta última ni siquiera se confunde con la prime- 
ra? Es natural que el surrealismo se manifieste en el 
centro mismo — y quizás al precio de una sucesión inin- 
terrumpida de decaimientos — de zigzagueos y defec- 
ciones que exigen a cada momento retomar la discusión 
de sus premisas originales, vale decir la remisión al 



SEGUNDO MANIFIESTO 



principio inicial de su actividad, junto a la interrogación 
del mañana azaroso que quiere que los corazones se 
“unan” y se desunan. No todo ha sido intentado — debo 
decirlo— para llevar a buen término esta empresa, 
aunque sólo fuera sacando el partido máximo de los 
medios que fueron definidos como nuestros y ensayan- 
do a fondo los modos de investigación que, en los 
orígenes del movimiento que nos ocupa, fueron preco- 
nizados. El problema de la acción social es —me inte- 
resa insistir sobre ello— sólo una de las, formas de un 
problema más general, que el surrealismo se ha hecho 
un deber agitar, y que es el de la expresión humana en 
todas sus formas. Quien dice expresión, dice ante todo 
lenguaje. No hay, pues, que asombrarse de que el su- 
rrealismo se ubique, de entrada, casi exclusivamente en 
el plano del lenguaje, ni tampoco de que — al cabo de 
una incursión por donde sea — vuelva por el placer de 
actuar en un país conquistado. Nada, en efecto, puede 
ya impedir que, en gran parte, ese país sea conquistado. 
Las hordas de palabras, literalmente desencadenadas, 
a las que Dada y el surrealismo han querido abrirles las 
puertas, por más que nos pese, no son de las que se 
retiran sin dejar rastros. Ellas penetrarán sin prisa, 
seguras del éxito, en las pequeñas ciudades idiotas de la 
literatura que todavía se enseña, y confundiendo sin 
dificultad los barrios bajos y los residenciales, harán 
sosegadamente un buen consumo de atalayas. Con el 
pretexto de que, por causa nuestra, la poesía es en esta 
época lo que se encuentra más seriamente trastornado, 
la población no desconfía mucho, y construye aquí y allá 
barreras sin importancia. Se simula no advertir con 
claridad que el mecanismo lógico de la frase se muestra 
por sí solo cada vez más impotente para desencadenar 
en el hombre la sacudida emocional que da realmente 



) 1 1 4 ( 



) 1 1 5 ( 






algún valor a la vida. Por otro lado, ahora se rodea de 
los productos de esta actividad espontánea o más es- 
pontánea, directa o más directa —como los que le 
ofrece cada vez en mayor número el surrealismo, en 
forma de libros, cuadros, films que en un comienzo 
contempló con estupor — y les confía más o menos 
tímidamente el cuidado de trastornar su modo de sentir. 
Lo sé: ese hombre no es todavía cada hombre y hay que 
darle “tiempo” para que llegue a serlo. Pero observad 
de qué admirable y perversa penetración se han ya 
demostrado capaces un pequeño número de obras muy 
modernas, de las que lo menos que se puede decir es 
que reina en ellas un aire especialmente insalubre: Bau- 
delaire, Rimbaud (a despecho de los reparos que hice), 
Huysmans, Lautréamont, para circunscribirme a la poe- 
sía. No temamos hacer una ley para nosotros de esta 
insalubridad. Ojalá que no pueda decirse que no hemos 
hecho lo posible por aniquilar esa estúpida ilusión de 
bienestar y de alianzas que constituirá la gloria del siglo 
XIX haber denunciado. Ciertamente, no hemos dejado 
de amar con fanatismo esos rayos de sol llenos de 
miasmas. Pero a la hora en que los poderes públicos en 
Francia se aprestan a celebrar grotescamente y con 
grandes festividades el centenario del romanticismo, 
nosotros decimos —sí, nosotros— que ese romar*icis- 
mo del que nos consideramos históricamente como la 
cola, pero una cola prensil, hoy, en 1930, por su esencia 
misma, consiste enteramente en la negación de esos 
poderes y de esas festividades; que tener cien años de 
existencia significa para él la juventud; que lo que se ha 
denominado erróneamente su época heroica sólo puede 
pasar honradamente por el vagido de un ser que co- 
mienza a revelar sus deseos a través de nosotros, y que 
si se admite que todo lo pensado antes de él — “clásica- 

) 1 1 6 ( 



SEGUNDO MANINtMU 



mente” — fue el bien, quiere ineludiblemente todo el 
mal. 

Cualquiera que haya sido la evolución del surrealis- 
mo en el terreno político, por apremiante que haya sido 
la orden de sólo tener en cuenta para la liberación del 
hombre — primera condición de la liberación del espíritu — 
la revolución proletaria, puedo afirmar que no hemos 
encontrado ninguna razón valedera para cambiar de cri- 
terio sobre los medios de expresión qué nos son propios y 
que la experiencia nos ha permitido demostrar que nos 
resultaban útiles. Es en vano que traten de condenar 
alguna imagen específicamente surrealista que pude em- 
plear al acaso en un prefacio; no por eso habremos termi- 
nado con las imágenes. “Esta familia es una camada de 
perros” (Rimbaud). Cuando con una frase como ésta, 
separada de su contexto, se hayan reído hasta desterni- 
llarse, sólo habrán logrado reunir a un montón de igno- 
rantes. No habrán llegado a acreditar, a expensas de los 
nuestros, los procedimientos neo-naturalistas, mejor di- 
cho, a liquidar todo aquello que, a partir del naturalis- 
mo, resume las más importantes conquistas del espíritu. 
Traigo a colación aquí las respuestas que di en setiem- 
bre de 1928 a dos preguntas que me plantearon: l 2 ¿Cree 
usted que la producción artística y literaria es un fenóme- 
no puramente individual? ¿No piensa usted que puede o 
debe ser el reflejo de las grandes corrientes que determi- 
nan la evolución económica y social de la humanidad? 
2 2 ¿Cree usted en la existencia de una literatura y un arte 
que exprese las aspiraciones de la clase obrera ? ¿Quiénes 
son, a su juicio, sus principales representantes? 

I 2 Es indudable que en el caso de la producción 
artística y literaria como en el de todo fenómeno inte- 

) 1 1 7 ( 




SEGUNDO M A N 1 h l fc s> i 



lectual no podría plantearse más problema que el de la 
soberanía del pensamiento. Lo que quiere decir que no 
es posible responder a su primera pregunta por la afir- 
mativa o por la negativa, y que la única actitud filosófica 
observable en tal caso descansa en valorizar “la contra- 
dicción [que existe] entre el carácter del pensamiento 
humano que nos representamos como absoluto y la 
realidad de este pensamiento en una multitud de seres 
individuales de pensamiento limitado: contradicción 
que sólo puede resolverse en el progreso infini ta en la 
serie prácticamente infinita de las generaciones huma- 
nas sucesivas. Enceste sentido el pensamiento humano 
posee soberanía y no la posee; y su capacidad de cono- 
cer es tan ilimitada como limitada. Soberano e ilimitado 
por su naturaleza, por su vocación; soberano e ilimitado 
en potencia y en cuanto a su objetivo final en la historia; 
pero sin soberanía y limitado en cada una de sus reali- 
zaciones y en uno cualquiera de sus estados" (Engels: 
La moral y el derecho. Verdades eternas). Este pensa- 
miento, en el terreno en que ustedes me piden que 
considere tal expresión particular, sólo puede oscilar 
entre la conciencia de su perfecta autonomía y la de su 
estrecha dependencia. En nuestro tiempo, la produc- 
ción artística y literaria me parece sacrificada por ente- 
ro a la necesidad de encontrar un desenlace a ese drama, 
al cabo de un siglo de filosofía y poesía verdaderamente 
desgarradoras (Hegel, Feuerbach, Marx, Lautréamont, 
Rimbaud, Jarry, Freud, Chaplin, Trotsky). En estas 
condiciones, hablar de que una producción puede o 
debe ser el reflejo de las grandes corrientes que deter- 
minan la evolución económica y social de la humanidad 
sería arriesgar un juicio bastante vulgar, que implicara 
el reconocimiento puramente circunstancial del pensa- 
miento y liquidara su naturaleza esencial: a la vez incon- 



dicionada y condicionada, utópica y realista, que en- 
cuentra su objetivo en sí misma y que aspira a ser útil, 
etc. 

2 e No creo en la posibilidad actual de existencia de 
una literatura o de un arte que expresen las aspiraciones 
de la clase obrera. Si me rehúso a creerlo es porque en 
un período prerrevolucionario el escritor o el artista, de 
formación necesariamente burguesa, resulta por defini- 
ción inapto para traducirlas. No niego que pueda for- 
marse una idea y que, bajo ciertas condiciones morales 
que bastante excepcionalmente se cumplen, sea capaz 
de concebir la relatividad de toda causa en función de 
la causa proletaria. Sé que para él tiene que ser un 
problema de sensibilidad y honradez. No escapará por 
eso a la duda atendible, inherente a sus propios medios 
de expresión, que lo obliga a considerar en sí mismo y 
solamente para sí, desde un ángulo muy especial, la obra 
que se propone realizar. Para que esta obra sea viable 
exige que se la sitúe en relación a algunas otras ya 
existentes, y a su vez debe abrir un camino. Guardando 
las proporciones, sería tan inútil protestar, por ejemplo, 
contra la afirmación de un determinismo poético cuyas 
leyes pueden ser promulgables, como contra la del ma- 
terialismo dialéctico. Sigo estando convencido de que 
los dos órdenes de evolución son rigurosamente seme- 
jantes y de que, además, tienen en común que no perdo- 
nan. Así como las previsiones de Marx, en lo 
concerniente a casi todos los acontecimientos exterio- 
res sobrevenidos desde su muerte hasta nuestros días, 
se han revelado justas, no veo qué es lo que podría 
invalidar una sola palabra de Lautréamont tocante a los 
acontecimientos que sólo interesan al espíritu. Por el 
contrario, tan falso como cualquier intento de explica- 



) 1 1 8 ( 



) 1 1 9 ( 







SEGUNDO MANIFIESTO 



ción social distinto del de Marx, es para mí cualquier 
ensayo de defensa y exposición de una literatura y de un 
arte llamados “proletarios”, en una época en que nadie 
podría invocar una cultura proletaria, por la excelente 
razón de que semejante cultura no ha podido todavía 
realizarse, ni siquiera en un régimen proletario. “Las 
vagas teorías sobre la cultura proletaria, concebidas por 
analogía y antítesis con la cultura burguesa, se obtienen 
por comparaciones, desprovistas totalmente de espíritu 
crítico, entre el proletariado y la burguesía. No hay duda 
de que llegará el momento, en el desarrollo de la nueva 
sociedad, en que lo económico, la cultura y el arte 
tendrán la más amplia libertad de movimientos, de pro- 
greso. Pero sólo nos podemos entregar, sobre este tema, 
a conjeturas fantásticas. En una sociedad que se haya 
desembarazado de la abrumadora preocupación del 
pan cotidiano, en donde las lavanderías comunales la- 
varán la ropa de todo el mundo, en donde los niños 

— todos los niños — , bien nutridos, saludables y alegres, 
absorberán los elementos de la ciencia y el arte como el 
aire y la luz del sol, en donde no habrá ya “bocas 
inútiles”, en donde el egoísmo liberado del hombre 

— potencia formidable — sólo se interesará en el cono- 
cimiento, en la transformación y en el mejoramiento del 
universo, en semejante sociedad, el dinamismo de la 
cultura no podrá compararse con nada que conozcamos 
del pasado. Pero sólo llegaremos a ello después de una 
larga y penosa transición, cuyo desarrollo se halla aún 
en sus comienzos”. (Trotsky: “Revolución y cultura”, 
Clarté, 1° de noviembre de 1923). A mi juicio estas 
palabras admirables destruyen, de una vez por todas la 
pretensión de algunos mistificadores y de ciertos em- 
baucadores que, hoy en Francia, bajo la dictadura de 
Poincaré, se tildan de escritores y artistas proletarios, 

) 1 20 ( 



con el justificativo de que en su producción todo es 
fealdad y miseria, así como la pretensión de los que no 
conciben nada fuera del inmundo reportaje, del monu- 
mento funerario y de los croquis de presidio, que sólo 
saben agitar ante nuestra vista el espectro de Zola — en 
el que ellos revuelven sin llegar jamás a sustraerle na- 
da — y que engañando desvergonzadamente a todo lo 
que vive, sufre, brama y espera, se oponen a cualquier 
búsqueda seria, se esfuerzan por volver imposible todo 
descubrimiento, y con el pretexto de dar lo que saben 
que es inadmisible: la comprensión inmediata y general 
de lo que se crea, son, al mismo tiempo que los máximos 
denigradores del espíritu, los más seguros contrarrevo- 
lucionarios. 

Es lamentable, había comenzado a decir más arriba, 
que no se hayan realizado —como lo ha reclamado 
siempre el surrealismo— esfuerzos más sistemáticos y 
persistentes en los dominios de la escritura automática, 
por ejemplo, y en el relato de sueños. A pesar de nuestra 
insistencia para introducir textos de ese tipo en las 
publicaciones surrealistas, y del lugar destacado que 
ocupan en ciertas obras, es necesario confesar que a 
veces su interés se sostiene dificultosamente y que dan 
un poco la impresión de “trozos de bravura”. La apari- 
ción de una fórmula indiscutible en la estructura de esos 
textos es también absolutamente perjudicial para la 
especie de conversión que nosotros queríamos realizar 
por su mediación. La falta es achacable a la extrema 
negligencia de la mayor parte de sus autores que se 
limitan generalmente a dejar correr la pluma por el 
papel sin prestar atención en lo más mínimo a lo que se 
está produciendo en ellos mismos — aunque este des- 
doblamiento sea más fácil de captar y más interesante 

) 1 2 1 ( 



de considerar que la escritura reflexiva — , o a reunir, en 
forma más o menos arbitraria, elementos oníricos des- 
tinados más a acentuar el valor de su componente pin- 
toresco que a permitir la observación provechosa de su 
mecanismo. La confusión es de tal naturaleza que nos 
priva de todos los beneficios que podríamos obtener de 
esa clase de operaciones. El gran valor que tienen para 
el surrealismo reside en que son capaces de poner a 
nuestra disposición zonas lógicas especiales, vale decir, 
aquellas en las que, hasta el presente, la facultad lógica 
ejercida con exclusividad en lo consciente, no intervie- 
ne. ¡Qué digo! No solamente esas zonas lógicas perma- 
necen inexploradas, sino que, además, seguimos tan 
poco informados como nunca sobre el origen de esa voz, 
que a cada uno le toca oír, y que nos habla extrañamente 
de una cosa distinta de lo que creemos pensar, y a veces 
adopta un tono grave en el momento en que nos senti- 
mos más ligeros, o nos cuenta historietas en la desgracia. 
Por lo demás, ella no obedece a esa simple necesidad 
de contradicción... Mientras estoy sentado a mi mesa, 
me habla de un hombre que sale de una zanja sin 
decirme, por supuesto, quién es; si insisto, me lo descri- 
be con bastante precisión: no, indudablemente no co- 
nozco a ese hombre. Apenas el tiempo de darme cuenta 
y ya ese hombre se perdió. Yo escucho... estoy lejos del 
Segundo Manifiesto del Surrealismo... No es necesario 
multiplicar los ejemplos: ella es la que habla así... Por- 
que los ejemplos beben... Perdón, yo tampoco compren- 
do, Lo importante sería saber hasta qué punto esa voz 
está autorizada, por ejemplo, a corregirme: no es nece- 
sario multiplicar los ejemplos (y se sabe, desde Los 
cantos de Maldoror, de qué maravillosa soltura pueden 
ser sus intervenciones críticas). Cuando ella me respon- 
de que los ejemplos beben (?) ¿es acaso un modo de 



) 1 2 2 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



I 



ocultarse de la potencia que la arrebata? Y, en ese caso, 
¿por qué se oculta? ¿Iba tal vez a explicarse en el 
momento en que me apresuré a sorprenderla sin atra- 
parla? Tales problemas no tienen sólo un interés surrea- 
lista. Nadie puede hacer nada mejor al expresarse que 
acomodarse a una posibilidad de conciliación muy os- 
cura entre lo que sabía que debía decir y lo que, sobre 
el mismo tema, no sabía que debía decir y que sin 
embargo dijo. El pensamiento más riguroso está obliga- 
do a admitir esa ayuda, aunque sea indeseable desde el 
punto de vista del rigor. No hay duda de que existe un 
torpedeo de la idea en el seno de la frase que la enuncia, 
aunque esta frase estuviera exenta de cualquier simpá- 
tica libertad en cuanto a su sentido. Sobre todo el dadaís- 
mo procuró llamar la atención sobre ese torpedeo. Se sabe 
que el surrealismo ha tratado, mediante el recurso del 
automatismo, de poner al abrigo de ese torpedeo a cierto 
navio: algo así como el buque fantasma (esta imagen, de 
la que se han querido servir en contra mío, por gastada que 
esté, me parece buena y la retomo). 

Nos toca a nosotros, iba diciendo, tratar de percibir 
cada vez más claramente lo que se trama, sin que el 
hombre lo sepa, en las profundidades de su espíritu, 
aunque de entrada nos guarde rencor a causa de su 
propio torbellino. Lejos estamos, en todo esto, de que- 
rer reducir la parte de lo desentrañable, y nada nos 
convence menos que el remitirnos al estudio científico 
de los “complejos”. Claro está que el surrealismo, al que 
hemos visto adoptar deliberadamente en el plano social 
la fórmula marxista, no tiene el propósito de desestimar 
la crítica freudiana de las ideas; por el contrario, consi- 
dera a esta crítica como la primera de todas y la única 
realmente fundada. Si le es imposible asistir con indife- 
rencia al debate que arroja a la lucha a los repre- 



) 1 2 3 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



sentantes calificados de las diversas tendencias psicoa- 
nalíticas — así como día a día se ve arrastrado a presen- 
ciar apasionadamente la lucha que se desenvuelve en la 
cabeza de la Internacional — no tiene por qué intervenir 
en una controversia que le parece no ha de durar mucho 
tiempo con provecho, salvo entre los profesionales. No es 
ése el dominio en el cual quiere hacer valer el resultado de 
sus experiencias personales. Pero como está implícita en 
la naturaleza de aquellos a quienes agrupa el tomar en 
consideración muy especial esa tesis freudiana de la que 
depende la mayor parte de su actividad como hombres 
— ansia de crear, de destruir artísticamente — , me refiero 
a la definición del fenómeno de “sublimación”*, el surrea- 

Cuanto más se profundiza la patogenia de las enfermeda- 
des nerviosas, diceFreud, mássepencibensusrelacionescon 
los otros fenómenos de la vida psíquica del hombre, hasta 
con aquellos a los que nosotros adjudicamos el máximo 
valor. Y vemos cómo la realidad, a pesar de nuestras preten- 
siones, nos satisface poco; así, presionados por nuestras 
represiones interiores, emprendemos, dentro de nosotros, to- 
da una vida de fantasía que, realizando nuestros deseos, 
compensa las insuficiencias de la existencia verdadera. El 
hombre enérgico y que tiene éxito (“que tiene éxito”, cedo a 
Freud, por supuesto ia responsabilidad de tal vocabulario) 
es el que llega a transmutar en realidades las fantasías del 
deseo. Cuando esta trasmutación fracasa, sea por circuns- 
tancias exteriores o por debilidad del individuo, éste se aparta 
de lo real, se refugia en el universo más agradable de sus 
sueños, y en caso de enfermedad transforma el contenido en 
síntomas. En ciertas condiciones favorables puede todavía 
encontrar otro medio de pasar de sus fantasías a la realidad, 
en lugar de separarse definitivamente de ella por regresión en 
el dominio infantil: quiero decir que si posee el don artístico, 
psicológicamente tan misterioso, puede transformar sus sue- 
ños en creaciones artísticas en lugar de síntomas. Así escapa 
a la fatalidad de la neurosis, y encuentra, gracias a este rodeo, 
una conexión con la realidad 



) 1 24 ( 



lismo les exige a todos ellos que aporten, en el cumpli- 
miento de su misión, una nueva conciencia , que busquen 
el modo de suplir mediante una autoobservación, que 
tiene un valor inestimable en su caso, la insuficiencia de 
penetración en los estados de alma llamados “artísti- 
cos” por hombres que, en su mayoría, no son artistas 
sino médicos. Además exige a aquellos que posean, en 
el sentido freudiano, la “preciosa facultad” de que ha- 
blamos, que, por un camino inverso del que les vimos 
tomar, se apliquen a estudiar con dicho enfoque el más 
complejo de los mecanismos, el de la inspiración , y a 
partir del momento en que dejen de considerarla una 
cosa sagrada, con toda la confianza que tienen en su 
extraordinaria virtud, piensen sólo en liberar sus últimas 
ataduras y — algo que antes nadie hubiera osado conce- 
bir — piensen en someterla. Para este propósito está de 
más embrollarse con sutilezas, demasiado se sabe lo que 
es la inspiración. No puede haber confusión; es ella la 
que ha proveído a las necesidades supremas de expre- 
sión en todos los tiempos y todos los lugares. Habitual- 
mente se dice que la inspiración está o que no está, y si 
no está, nada de lo que sugiere la habilidad humana que 
lleva el sello del interés, la inteligencia discursiva y el 
talento adquirido por el trabajo, puede curarnos de su 
ausencia. La reconocemos fácilmente en una toma de 
posesión total de nuestro espíritu que, de tarde en tarde, 
impide que ante cualquier problema planteado seamos 
juguetes de una solución racional con preferencia a 
otra. La reconocemos en esa especie de corto-circuito 
que provoca entre una idea dada y su eco (escrito, por 
ejemplo). Tal como en el mundo físico, el corto-circuito 
se produce cuando los dos “polos” de la máquina se 
reúnen mediante un conductor de resistencia nula o 
muy débil. En la poesía y en la pintura el surrealismo ha 

) 1 25 ( 






hecho lo imposible por multiplicar esos corto-circuitos. 
Nunca nada lo apasionará tanto como reproducir arti- 
ficialmente ese momento ideal en que el hombre, presa 
de una singular emoción, se encuentra súbitamente do- 
minado por ese algo “más fuerte que él” que lo arroja a 
pesar suyo en lo inmortal. Lúcido, despierto, saldría 
lleno de terror de ese mal paso. Lo importante es que 
ya no sea libre, que continúe hablando todo el tiempo 
que dure el misterioso campanilleo: en efecto, en el 
momento en que deja de pertenecerse, nos pertenece a 
nosotros. Esos productos de la actividad psíquica, ale- 
jados en todo lo posible de la voluntad de significar, 
aligerados en todo lo posible de las ideas de responsa- 
bilidad — siempre dispuestas a actuar como frenos—, 
independientes en todo lo posible de lo que es la vida 
pasiva del intelecto, esos productos que son la escritura 
automática y los relatos de sueños* presentan la ventaja 
de ser los únicos que suministran elementos de aprecia- 
ción de gran estilo a una crítica que, en el dominio 
artístico, se encuentra sorprendentemente desampara- 

* Si juzgo necesario insistir sobre el valor de estas dos 
operaciones, no es porque considere que ellas constituyen 
la única panacea intelectual, sino porque, para un obser- 
vador adiestrado, se prestan menos que cualquier otra a la 
confusión o a la trampa, y porque aún no se ha encontrado 
nada mejor para proporcionar al hombre un sentimiento 
legítimo de sus recursos. El obvio que las condiciones que 
nos ofrece la vida se oponen a la ininterrupción de un 
ejercicio tan aparentemente gratuito del pensamiento. Los 
que se han entregado a él sin reservas, por bajo que algunos 
de ellos hayan descendido después, no habrán sido lanzado 
en vano hacia el total encantamiento interior. En compara- 
ción con este encantamiento, la vuelta a una actividad 
premeditada del espíritu, aun cuando sea del gusto de la 
mayor parte de sus contemporáneos, sólo ofrecerá a su 
vista un pobre espectáculo. 



■iSiS&Éí-. 



) 1 2 6 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 

da, y que a la vez permiten una reclasificación general 
de los valores líricos y proporcionan una llave que, al 
mantener indefinidamente abierta esa caja de fondo 
múltiple que se llama hombre, lo disuade de retroceder, 
por elementales motivos de conservación, cuando cho- 
ca en la oscuridad con las puertas cerradas por fuera del 



Estos medios muy directos, siempre al alcance de todos, 
que persistimos en destacar desde que no se trata funda- 
mentalmente de producir obras de arte, sino de esclarecer 
la parte no revelada y sin embargo revelable de nuestro ser 
— en la que toda la belleza, todo el amor, todo el poder, que 
están en nosotros y apenas conocemos, resplandecen inten- 
samente — , esos medios inmediatos no son los únicos. Pa- 
rece especialmente que pueda esperarse mucho, en el 
momento actual, de ciertos procedimientos de desilusión 
para cuya aplicación al arte y a al vida darían por resultado 
Fijar la atención no ya sobre lo real, o lo imaginario, sino, 
por así decir, sobre el reverso de lo real. Nos complacemos 
en imaginar novelas que no pueden terminar,' así como 
existen problemas que quedan sin solución. ¿Cuándo ten- 
dremos una en la que los personajes ampliamente definidos 
por algunas particularidades mínimas actuaran de una ma- 
nera totalmente previsible con vistas a un resultado impre- 
visto, e inversamente otra en la que la psicología renunciara 
a embarullar — a expensas de los seres y de los aconteci- 
mientos — sus grandes deberes inútiles para aprisionar ver- 
daderamente entre dos placas una fracción de segundo, y 
sorprender en ella los gérmenes de los incidentes,, u otra 
novela en la cual la verosimilitud de los decorados dejara 
por primera vez de ocultarnos la extraña vida simbólica que 
los objetos, hasta los mejor definidos y más usuales, sólo 
tienen en sueño, y también otra cuya construcción sería 
muy simple pero donde solamente una escena de rapto 
fuera tratada con las palabras de la fatiga, una tempestad 
descrita con precisión, pero en jarana, etc.? Quienquiera 
que juzgue llegado el tiempo de terminar con los irritantes 
desvarios “realistas” no tendrá dificultades en multiplicar 
por sí solo estas proposiciones. 





) 1 2 7 ( 



S 





SEGUNDO MANIFIESTO 



“más allá”, de la realidad, de la razón, del genio y del 
amor. Llegará el día en que ya no estará permitido obrar 
desconsideradamente, como ha sucedido hasta ahora, 
con esas pruebas palpables de una existencia distinta de 
la que creemos llevar. Entonces resultará asombroso 
que habiendo acosado a la verdad de tan cerca, seres 
como nosotros se hayan preocupado de proporcionarse 
en conjunto una coartada literaria o de cualquier otro 
tipo, antes que arrojarse al agua sin saber nadar o entrar 
en el fuego sin creer en el fénix, para alcanzar esa 
verdad. 

La culpa, lo repito, no nos corresponde a todos por 
igual. Al tratar de la carencia de rigor y de pureza en la 
que han naufragado esas tentativas elementales, cuento 
con hacer notar lo que hay de contaminado, en la hora 
actual, en un número ya demasiado grande de obras que 
pasan por ser expresión valedera del surrealismo. Nie- 
go, para una gran parte, la adecuación de esa expresión 
a esta idea. A la cólera y a la inocencia de ciertos 
hombres que están por llegar corresponderá extraer del 
surrealismo lo que ha de seguir estando vivo, y restituir- 
lo, al precio de un buen saqueo, a sus objetivos propios. 
De aquí a entonces nos bastará, a mis amigos y a mí, 
empinar con un discreto empuje, como lo hago aquí, la 
silueta inútilmente cargada de flores pero siempre alta- 
nera. La muy escasa proporción en que, de ahora en 
adelante, el surrealismo se nos escapa, no puede hacer- 
nos temer que sirva a otros contra nosotros. Natural- 
mente, es lamentable que Vigny haya sido un ser tan 
presuntuoso y estúpido, y que Gautier haya tenido una 
chochera senil, pero no es lamentable para el romanti- 
cismo. Entristece pensar que Mallarmé fue un perfecto 
pequeño burgués, o que hubo gente que creyó en el 

) 1 2 8 ( 



valor de Moréas, pero si el simbolismo era algo, no 
habrá por qué entristecerse por el simbolismo, etcétera. 
Del mismo modo no creo que signifique un grave incon- 
veniente para el surrealismo registrar la pérdida de tal 
o cual personalidad, aunque sea brillante, y especial- 
mente en el caso en que ésta, que por eso mismo, ya no 
es más completa, indica a través de todo su comporta- 
miento que desea reintegrarse a la norma. Esa es la 
razón por la cual, después' de haberle concedido un 
tiempo increíble para que se rectificara de lo que espe- 
rábamos sólo fuera un error pasajero de su facultad 
crítica, estimo que nos enfrentamos con la obligación de 
darle a entender a Desnos que, sin esperar ya más nada 
de él, no podemos más que liberarlo de todo compro- 
miso adquirido ante nosotros. No hay duda de que 
cumplo esta tarea con cierta tristeza. A diferencia de 
nuestros primeros compañeros de ruta que jamás he- 
mos pensado retener, Desnos ha desempeñado en le 
surrealismo un papel necesario, inolvidable, y éste sería 
el momento menos oportuno para negarlo. (Pero tam- 
bién Chirico, y sin embargo...) Libros como Duelo por 
duelo, La libertad o el amor, Son las botas de siete leguas 
esta frase: yo me veo, y todo lo que la leyenda, menos 
bella que la realidad, concederá a Desnos como premio 
de una actividad que no se prodigó únicamente en 
escribir libros, militarán largo tiempo en favor de lo que 
él en este momento está empeñado en combatir. Baste 
con recordar que esto sucedía hace cuatro o cinco años. 
Desde entonces, a Desnos, completamente abandona- 
do en este terreno por los mismo poderes que lo habían 
exaltado algún tiempo (y que parece ignorar todavía hoy 
que son poderes de las tinieblas), se le ocurrió desgra- 
ciadamente actuar en el plano real donde él era un 
hombre más solo y más desposeído que nadie, como 

) 1 2 9 ( 



i ' 
s ; \ 



Á 



todos aquellos que han visto, repito: han visto lo que los 
otros temen ver y que más que vivir lo que “es”, están 
condenados a vivir lo que “fue” o lo que “será”. “Caren- 
te de cultura filosófica”, como lo proclama hoy irónica- 
mente, pero mejor que carente de cultura filosófica, 
carente de espíritu filosófico y carente también, como 
consecuencia, de capacidad para preferir su personaje 
interior a tal o cual personaje exterior de la historia 
— realmente qué idea infantil: ¡tomarse por Robespie- 
rre o por Hugo! Todos lo que lo conocen saben que eso 
es lo que le habría impedido a Desnos ser Desnos — por 
lo que creyó poder entregarse impunemente a una de 
las actividades más peligrosas que existen, la actividad 
periodística, y, en función de ella, dejar de responder 
por su cuenta a un número limitado de intimaciones 
perentorias que ha debido enfrentar el surrealismo du- 
rante su trayecto: marxismo y antimarxismo, por ejem- 
plo. Ahora que este método individualista ha hecho su 
prueba, que esta actividad en Desnos ha devorado com- 
pletamente a la otra, nos resulta lamentablemente im- 
posible no extraer algunas conclusiones al respecto. 
Afirmo que a esta actividad, que desborda en el momen- 
to actual el marco dentro del cual ya resultaba muy poco 
tolerable que se ejerciera ( Paris-Soir , le Soir, Le Merle), 
corresponde denunciarla como confusionista en alto 
grado. El artículo titulado: “Los mercenarios de la opi- 
nión”, entregado como regalo de alegre avenimiento al 
notable tacho de basura que representa la revista Bifur 18 , 
es lo bastante elocuente por sí mismo; Desnos pronun- 
cia allí su condena, ¡y en qué estilo!: “Las costumbres 
del redactor son variadas. En general es un empleado 
relativamente puntual, medianamente perezoso ”, etc. Se 
advierten allí homenajes al señor Merle, al señor Cle- 
menceau y esta confesión más desoladora todavía que 



) 1 3 0 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 

el resto: “el diario es un ogro que mata a aquellos de los 
cuales vive”. 

Con todo esto no resulta asombroso leer en un diario 
cualquiera el siguiente estúpido suelto: “Robert Desnos, 
poeta surrealista, a quien Man Roy solicitó el guión de su 
films Estrella de mar, efectuó el año pasado un viaje a 
Cuba conmigo. ¿Y saben ustedes lo que Robert Desnos 
me recitó bajo las estrellas tropicales? Alejandrinos, a- 
le-jan-dri-nos. Y ( pero no lo revelen para no hundirá este 
encantador poeta ), cuando estos alejandrinos no eran de 
Racine, eran de él mismo ”. Creo que los alejandrinos en 
cuestión hacen pareja con la prosa aparecida en Bifur. 
Esta broma que ya ni siquiera es de mal gusto comenzó 
el día en que Desnos, rivalizando en ese pastiche con el 
señor Ernest Raynaud, se creyó autorizado a fabricar 
un poema completo de Rimbaud que nos faltaba. Ese 
poema, de una audacia ciega, apareció desgraciada- 
mente con el título: “Los que velan” 19 , de Arthur Rim- 
baud, al comienzo de “La libertad o el amor”. No pienso 
que agregue nada, igual que otros del mismo género que 
siguieron, a la gloria de Desnos. Importa, en efecto, no 
sólo coincidir con los especialistas en que esos versos 
son malos (falsos, ripiosos y huecos ), sino además de- 
clarar que, desde el punto de vista surrealista, testimo- 
nian una ambición ridicula y una incomprensión 
inexcusable de los fines poéticos actuales. 

Esta incomprensión, de parte de Desnos y de algunos 
otros, está tomando, además, un rumbo tan activo que 
me dispensa de un largo epílogo al respecto. Me reser- 
varé como prueba decisiva la incalificable idea que han 
tenido de usar como emblema de una boite de Montpar- 
nasse, teatro habitual de sus pobres hazañas nocturnas, 
el único nombre lanzado a través de los siglos que 
constituyó un desafío puro a todo lo que hay de estúpi- 




) i 3 l ( 







SEGUNDO MANIFIESTO 



do, de bajo y de repugnante sobre la tierra: Maldoror. 

“Parece que las cosas no marchan bien entre los 
surrealistas. Esos señores Bretón y Aragón se habrían 
vuelto insoportables con sus aires de gran poderío. Has- 
ta me han dicho que se los podría tomar por dos subo- 
ficiales ‘enganchados’. Entonces, ¿sabe usted lo que 
ocurre? Hay gente a la que no le gusta eso. En pocas 
palabras, habría algunos que están de acuerdo en bau- 
tizar Maldoror un nuevo cabaret-dancing de Montpar- 
nasse. Dicen textualmente que Maldoror para un 
surrealista es el equivalente de Jesucristo para un cris- 
tiano, y que ese nombre empleado en un letrero va a 
escandalizar seguramente a esos señores Bretón y Ara- 
gón”. ( Candide , 9 de enero de 1930). El autor de las 
líneas precedentes, que estuvo en el lugar, nos transmite 
sin mayor malicia, y en el estilo descuidado que es de 
práctica, estas observaciones: “... En ese momento llegó 
un surrealista, lo que hizo un cliente más. ¡Y qué cliente! 

El señor Robert Desnos. Provocó gran decepción al 
pedir sólo un limón exprimido. Ante la estupefacción ^ 
general, explicó con voz abrumada: 

— No puedo tomar otra cosa. ÍNo me desemborracho 
desde hace dos días! 

¡Qué lástima!” 

Naturalmente, me sería demasiado fácil obtener ven- 
taja del hecho de que hoy no se cree poder atacarme sin 
“atacar” al mismo tiempo a Lautréamont, es decir lo 
inatacable. Desnos y sus amigos me permitirán repro- 
ducir aquí, con toda serenidad, algunas frases esenciales 
de mi contestación a una encuesta ya antigua del Disque 
Ven 20 , frases a las que no tengo nada que cambiar y a las 
cuales no podrán negar que ellos dieron su completa 
aprobación: 

“A pesar de vuestros esfuerzos, muy poca gente se 



guía hoy por este fulgor inolvidable: Maldoror y las 
Poesías una vez cerrados, queda este fulgor que no 
tendríamos que haber conocido para atrevernos verda- 
deramente a realizarnos y ser. La opinión de los otros 
importa poco. Lautréamont, un hombre, un poeta, hasta 
un profeta: ¡vamos! La pretendida necesidad literaria a 
la que recurrís no logrará jamás apartar al Espíritu de 
esa intimación — la más dramática que existió jamás — , 
ni de lo que es y seguirá siendo la negación de toda 
sociabilidad, de toda imposición humana, ni tampoco 
logrará convertirla en un valor de cambio precioso y en 
un elemento cualquiera de progreso. La literatura y la 
filosofía contemporánea se debaten inútilmente por no 
tener en cuenta una revelación que las condena. El 
mundo entero va a soportar las consecuencias sin saber- 
lo, y ésta es la razón por la que los más clarividentes, los 
más puros de entre nosotros, se ven obligados a morir 
en la brecha. La libertad, señor...” 

Una negación tan grosera como la asociación de la 
palabra Maldoror a la existencia de un bar inmundo, es 
suficiente para que me abstenga de ahora en adelante, 
de formular el menor juicio sobre lo que Desnos escriba. 
Atengámonos poéticamente a ese derroche de cuarte- 
tas*. Ahí puede verse adónde lleva el uso inmoderado 
del don verbal cuando está destinado a enmascarar una 
ausencia radical de pensamiento y a volver a ligarse con 
la tradición imbécil del poeta “en las nubes”: en el 
momento en que esta tradición está rota y, mal que pese 
a ciertos rimadores retrasados, bien rota; en el momen- 
to en que ha cedido ante los esfuerzos aunados de 
hombres que ponemos al frente porque han querido 
realmente decir algo: Borel, el Nerval de Aurelia, Bau- 

* Ver Corps el biens, N. R. F., 1930, las últimas páginas. 



iaife 



) 1 3 2 ( 



) 1 3 3 ( 



S t ü U « u u m a o i r i n ^ i íj 



delaire, Lautréamont, el Rimbaud de 1874 a 1875, el 
primer Huysmans, el Apollinaire de los “poemas-con- 
versaciones” y de las “Cualesquierías” 21 , resulta penoso 
que uno de aquellos que considerábamos de los nues- 
tros intente hacernos desde el exterior el cuento del 
Barco ebrio o adormecernos al ruido de las Estancias 22 
Es cierto que el problema poético ha dejado en estos 
últimos años de plantearse desde el ángulo esencial- 
mente formal y, en verdad, nos interesa más juzgar el 
valor subversivo de una obra, como la de Aragón, Cre- 
vel, Eluard, Péret, apreciándola en su luz propia y en 
todo lo que bajo- esta luz lo imposible entrega a lo 
posible, lo permitido roba a lo prohibido, que averiguar 
por qué tal o cual escritor estima necesario, en este y 
otro lugar, hacer punto y aparte. Razón de menos para 
que vengan a hablarnos todavía de censura: ¿cómo es 
posible que no se encuentren entre nosotros algunos 
partidarios de una técnica particular del “verso libre”, 
y por qué no exhumar el cadáver Robert de Souza? 
Desnos habla en broma: no estamos dispuestos a tran- 
quilizar al mundo tan fácilmente. 

Cada día nos aporta, en el orden de la fe y la espe- 
ranza depositadas demasiado generosamente —salvo 
raras excepciones — en los seres, una nueva decepción 
que es preciso tener el valor de confesar, aunque más 
no sea — por razones de higiene mental — para cargarla 
en el rubro terriblemente deudor de la vida. No le 
correspondía a Duchamp la libertad de abandonar la 
partida que jugaba por la época de la guerra por una 
partida de jaques 23 interminables, que da quizás una 
idea curiosa de una inteligencia resistente a \& servidum- 
bre, pero también —siempre ese execrable H arran- 



cón la apariencia de estar enormemente afectada de 
escepticismo en la medida en que rehúsa explicar el por 
qué. Menos todavía conviene que nos detengamos en el 
señor Ribemont-Dessaignes por haber publicado, a 
continuación de El emperador de la China , una serie de 
desagradables novelitas policiales —hasta firmadas: 
Dessaignes — en los más bajos pasquines cinematográ- 
ficos. Me preocupo, en fin, cuando pienso que Picabia 
podría hallarse en vísperas de renunciar a una actitud 
de provocación y de furor casi puros, que a nosotros 
mismos nos fue a veces difícil llegar a conciliar con la 
nuestra, pero que por lo menos en poesía y en pintura 
nos ha parecido siempre que se sostenía admirablemen- 
te: “Aplicarse a su trabajo y aportarle el ‘oficio’ sublime, 
aristocrático, que nunca fue obstáculo para la inspira- 
ción poética, y que permite a una obra atravesarlos siglos 
y permanecer joven... hay que tener cuidado... hay que 
apretar filas y no echarse zancadillas entre los concien- 
zudos... hay que favorecer la aparición del ideal”, etcé- 
tera. Aunque fuera por lástima hacia Bifur, donde 
aparecieron estas líneas, ¿es realmente el Picabia que 
hemos conocido el que habla de este modo? 

Dicho esto, nos domina, en compensación, el deseo 
de hacerle a un hombre — del que nos hemos encontra- 
do separados por largos años — la justicia de declarar 
que su pensamiento nos interesa siempre, que a juzgar 
por lo que todavía podemos leer de él sus preocupacio- 
nes no se nos han vuelto extrañas, y que, en esas condi- 
ciones, es oportuno pensar que nuestro malentendido 
con él estuvo fundado en algo mucho menos grave de lo 
que pudimos creer. Es muy posible que Tzara, que a 
comienzos de 1922, época de la liquidación de “Dada” 
como movimiento, no estaba de acuerdo con nosotros 



) 1 3 4 ( 



) 1 35 ( 




SEGUNDO MANIFIESTO 



en cuanto a los medios prácticos de proseguir la activi- 
dad común, haya sido víctima de las excesivas preven- 
ciones que nosotros teníamos, par realizar esa 
liquidación, contra él t- también él tema muchas pre- 
venciones contra nosotros— y que, en ocasión de la 
famosa representación del “Corazón con barba” 25 , para 
que nuestra ruptura tomara el giro conocido bastó un 
gesto inoportuno de su parte, gesto sobre cuyo sentido 
él declara —lo sé desde hace muy poco — que hubo entre 
nosotros un equívoco. (Es necesario reconocer que el 
objetivo primordial de los espectáculos “Dada” fue 
siempre provocar la mayor confusión posible, y que en 
el espíritu de los organizadores nada prevalecía tanto 
como el llevar al colmo el malentendido entre el esce- 
nario y la sala. Lo que pasó fue que no nos encontramos 
todos, en es velada, del mismo lado). Por mi parte 
acepto de muy buen grado esa versión, por lo que no veo 
ninguna otra razón para no insistir, ante quienes han 
estado mezclados en esos incidentes, en que los echen 
al olvido. Desde que sucedieron, estimo que habiendo 
siempre sido clara la actitud intelectual de Tzara, sería 
dar pruebas de estrechez mental no hacerlo constar 
públicamente. En lo que concierne a mis amigos y a mí, 
nos gustaría señalar con este acercamiento que lo que 
guía en cualquier circunstancia nuestra conducta no es, 
ni mucho menos, el deseo sectario de hacer prevalecer 
a toda costa un punto de vista al que ni siquiera pedimos 
a Tzara que adhiera íntegramente, sino más bien el 
escrúpulo de reconocer la validez — lo que para noso- 
tros es la validez— en el lugar donde se encuentre. 
Tanto creemos en la eficacia de la poesía de Tzara que 
la consideramos, fuera del surrealismo, como la única 
verdaderamente ubicada. Cuando hablo de su eficacia 
• quiero dar a entender que ella opera en el dominio más 

) 1 36 ( 



vasto, y que hoy señala un paso en el sentido de la 
liberación humana. Cuando digo que está ubicada se 
comprende que la opongo a todas aquellas que podrían 
ser tanto de ayer como de anteayer; en la primera fila 
de las cosas que Lautréamont no ha vuelto totalmente 
imposibles, está la poesía de Tzara. De nuestros pája- 
ros 16 acaba de aparecer, y no será felizmente el silencio 
de la prensa el que detenga tan pronto sus estragos. 

Sin llegar a pedirle a Tzara que retome sus posicio- 
nes, querríamos simplemente inducirlo a que su activi- 
dad se haga más manifiesta de lo que ha sido en los 
últimos años. Sabiendo que él mismo está deseoso de 
unir como antes sus esfuerzos con los nuestros, le recor- 
damos que él, según su propia confesión, escribía tan 
sólo "para buscar hombres y nada más”. A este respecto 
debe recordar que pensábamos como él. No demos 
lugar a creer que nos hemos encontrado de ese modo 
para después perdernos. 

Busco todavía a nuestro alrededor alguien con posi- 
bilidades de cambiar una señal de inteligencia; pero 
nada. Convendría quizás, a lo sumo, hacerle observar a 
Daumal — que realiza en le Grand Jeu 27 una interesante 
encuesta sobre el diablo— que nada nos impediría 
aprobar gran parte de sus declaraciones (que firma solo 
o con Lecomte) si no nos hubiese quedado la impresión 
medianamente desastrosa de su debilidad en determi- 
nada circunstancia*. De todos modos es lamentable que 
Daumal haya evitado hasta el presente precisar su po- 
sición personal y, por la parte de responsabilidad que le 
toca, la del Grand Jeu con respecto al surrealismo. No 
se comprende bien por qué todo el inusitado exceso de 
honores volcados en Rimbadud no le valga a Lautréa- 

* Ver “A suivre” ( Variétés , junio de 1929). 

) 1 3 7 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



mont la deificación pura y simple. “La incesante con- 
templación de una Evidencia negra, fauce absoluta”, 
estamos de acuerdo, justamente a eso estamos conde- 
nados. ¿Con qué fines mezquinos, entonces, oponer un 
grupo a otro? ¿Por qué si no es para diferenciarse 
inútilmente, hacer como si nunca se hubiera oído hablar 
de Lautréamont? “Pero los grandes anti-soles negros, 
pozos de verdad en la trama esencial, en el velo gris del 
cielo curvo, van y vienen y se aspiran entre sí, y los 
hombres los denominan ausencias”. (Daumal: “Fuego 
graneado”, Le Grand Jeu, primavera de 1929). Quien 
habla así teniendo el valor de decir que ya no es dueño 
de sí mismo no tiene por qué preferir, como no tardará 
en advertirlo, estar apartado de nosotros. 

Alquimia del verbo: estas palabras que se repiten un 
poco al azar hoy en día exigen ser tomadas al pie de la 
letra. Si el capítulo de Una temporada en el infierno que 
ellas denominan no justifica quizás toda su ambición, no 
es menos cierto que puede ser considerado del modo 
más auténtico como el incentivo de la difícil actividad 
que hoy sólo el surrealismo prosigue. Pecaríamos de 
puerilidad literaria si pretendiéramos que no es mucho 
lo que debemos a ese ilustre texto. ¿El admirable siglo 
XIV es menos grande en el sentido de la esperanza (y, 
por supuesto, en el de la desesperanza) humana por el 
hecho de que un hombre del genio de Flamel recibiera 
de una potencia misteriosa el manuscrito, que ya existía, 
del libro de Abraham el Judío, o porque los secretos de 
Hermes no se habían perdido completamente? No lo 
creo, y considero que las búsquedas de Flamel, con todo 
lo que aparentemente muestran de éxito concreto no 
pierden nada por haber sido de ese modo ayudadas o 
anticipadas. Del mismo modo, en nuestra época, todo 
pasa como si algunos hombres acabaran de ser puestos 

) 1 3 8 ( 



en posesión, por vías sobrenaturales, de una singular 
antología, producto de la colaboración de Rimbaud, 
Lautréamont y algunos otros, y como si una voz les 
hubiese dicho, como el ángel a Flamel: “Mirad con 
atención este libro, ahora no comprendéis nada, ni 
vosotros ni muchos otros, pero un día veréis en él lo que 
nadie sería capaz de ver”*. Ya no depende de ellos 
arrancarse a esta contemplación. Me gustaría que se 

Hacía tres semanas que estaba escrito este pasaje del 
Segundo manifiesto del surrealismo cuando entré en cono- 
cimiento del artículo de Desnos titulado “El misterio de 
Abraham el Judío” que acababa de aparecer la antevíspera 
en el n° 5 deDocuments. “Está fuera de toda duda, escribía 
yo el 13 de noviembre, que Desnos y yo, hacia la misma 
época, estábamos embargados por idéntica preocupación, 
aunque actúabamos con una completa independencia exte- 
rior. Valdría la pena dejar establecido que ninguno de 
nosotros pudo estar informado de los designios del otro, y 
creo poder afirmar que el nombre de Abraham el Judío no 
se pronunció jamás entre nosotros. Dos de las tres figuras 
que ilustran el texto de Desnos (la interpretación vulgar 
que hace deellas me parece criticable; por otra parte datan 
del siglo XVII) son precisamente aquellas de las que más 
adelante doy una descripción por Flamel. No es la primera 
vez que una historia semejante me ocurre con Desnos. 
(Ver “Entrada de los médium”, y “Las palabras sin arru- 
gas”, en Les Pas perdus, ediciones N. R. F.). A nada he 
conferido nunca más valor que a la producción de tales 
fenómenos mediúmnicos que son capaces de sobrevivir 
hasta a los vínculos afectivos. A este respecto no estoy a 
punto de cambiar, según creo haberlo dado a entender con 
bastante claridad en Nadja". 

G. H. Riviére, en Documents, me ha informado después 
que Desnos, cuando se le pidió que escribiera sobre Abra- 
ham el Judío, oía hablar de él por primera vez. Su testimo- 
nio que me obliga a abandonar prácticamente en este caso 
la hipótesis de una transmisión directa del pensamiento, 
me parece que podría invalidar el sentido general de mi 
observación. 

) 1 3 9 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



observara con atención que las búsquedas surrealistas 
presentan con las alquímicas una notable comunidad de 
objetivos: la piedra filosofal es aquello que debía permi- 
tir a la imaginación del hombre tomarse un estruendoso 
desquite; y aquí estamos de nuevo, después de siglos de 
domesticación del espíritu y de resignación absurda, 
intentando emancipar definitivamente esa imaginación 
por el “largo, inmenso y razonado desorden de todos los 
sentidos” 28 , y así sucesivamente. Tal vez nos hemos 
reducido a adornar modestamente las paredes de nues- 
tra vivienda con figuras que de entrada nos parecen 
bellas, siempreimitándolo a Flamel antes de que hubie- 
ra encontrado su primer agente, su “materia”, su “hor- 
no”. De ese modo le gustaba mostrar “un rey con una 
gran cuchilla que hacía matar en su presencia por sóida - 
dos a una gran multitud de niños pequeños, cuyas madres 
lloraban a los pies de los despiadados gendamies; la 
sangre de los pequeños era recogida por otros soldados y 
puesta en una gran vasija, en la que venían a bañarse el 
Sol y l a Luna del cielo ”, y muy cerca había "un joven con 
alas en los talones y un caduceo en la mano, con el cual 
golpeaba una celada que le cubría la cabeza. Hacia el 
joven venía corriendo y volando con alas desplegadas un 
gran anciano que tenía un reloj sujeto a la cabeza ¿No 
es acaso el cuadro surrealista? ¿Y quién sabe si más 
adelante no nos encontraremos ante la necesidad, gra- 
cias o no a una nueva evidencia, de servirnos de objetos 
completamente novedosos o considerados fuera de uso 
para siempre? No creo que debamos comenzar nueva- 
mente a devorar corazones de topo o a escuchar, como 
si fuera el palpitar del propio corazón, el del agua que 
bulle en una caldera. O más bien yo no sé nada; espero. 
Sólo sé que el hombre no está al cabo de sus sufrimien- 
tos, y todo lo que saludo es el retorno de es e, furor en el 

) 1 4 0 ( 



que Agripa distinguía inútilmente o no cuatro especies. 
En el surrealismo sólo tenemos que ver con ese furor. Y 
que se entienda claramente que no se trata de un simple 
agrupamiento de palabras o de una distribución capri- 
chosa de las imágenes visuales, sino de la recreación de 
un estado que nada tiene que envidiarle a la alienación 
mental; los autores que cito se han explicado suficien- 
temente a este respecto. Que Rimbaud haya considera- 
do necesario excusarse de lo que llama sus “sofismas” 
no nos importa; que eso, según su expresión, haya pa- 
sado, es algo que no ofrece para nosotros el menor 
interés. No vemos en ello sino una pequeña cobardía 
muy corriente que nada permite conjeturar de la suerte 
que pueda tener un grupo de ideas. “Hoy sé saludar a la 
belleza ’ ag ; lo imperdonable en Rimbaud es haber pre- 
tendido hacernos creer en una segunda fuga de su parte, 
en el momento en que volvía a encarcelarse. Alquimia 
del verbo: igualmente resulta sensible que la palabra 
“verbo” esté tomada aquí en un sentido algo restringido, 
y Rimbaud parece reconocer, por otra parte, que las 
“antiguallas poéticas” ocupan demasiado lugar en esta 
alquimia. El verbo es algo más, y para los cabalistas, por 
ejemplo, es nada menos que aquello a cuya imagen fue 
creada el alma humana; se sabe que se lo ha hecho 
ascender hasta constituir el primer ejemplar de la causa 
de las causas; de esta manera, está tanto en lo que 
tememos como en lo que escribimos y en lo que ama- 
mos. 

Sostengo que el surrealismo está todavía en el perío- 
do de preparativos, y me apresuro a agregar que es 
posible que este período dure tanto como yo ( como yo 
en la muy débil medida en que todavía no estoy en 
situación de admitir que un tal Paul Lucas encontró a 

) 1 4 1 ( 



xs w 



íti ía n i r i n, ^ i O 



Flamel en Brousse a comienzos del siglo XVII; que el 
mismo Flamel, acompañado de su mujer y de un hijo, 
fue visto en la Opera en 1761, y que hizo una breve 
aparición en París el mes de mayo de 1819, época en la 
cual se cuenta que alquiló un comercio en París en el 
número 22 de la calle Cléry). El hecho es que, hablando 
burdamente, esos preparativos son de orden “artístico”. 
Preveo, con todo, que se acabarán, y que entonces las 
ideas perturbadoras que el surrealismo oculta aparece- 
rán con un ruido de inmenso desgarramiento, y se des- 
pacharán a gusto. Todo debe esperarse del moderno 
mecanismo de orientación de ciertas voluntades venide- 
ras: al afirmarse después de las nuestras, serán más 
implacables que las nuestras. De todas maneras estare- 
mos satisfechos de haber contribuido a establecer la 
inanidad escandalosa de lo que todavía se pensaba a 
nuestra llegada y de haber sostenido — aunque no fuera 
más que sostenido — la necesidad de que el pensamien- 
to sucumbiera al fin ante lo pensable. 

Es lícito preguntarse a quién, exactamente, buscaba 
Rimbaud desalentar al poner al borde del estupor o de 
la locura a aquellos que intentaran seguir sus huellas. 
Lautréamont comienza por prevenir al lector que “a no 
ser que aplique a su lectura una lógica rigurosa y una 
tensión espiritual equivalente por lo menos a su descon- 
fianza, las emanaciones mortíferas de este libro — Los 
cantos de Maldoror— impregnarán su alma, igual que 
el agua impregna el azúcar”-, pero tiene la precaución de 
agregar que “solamente a algunos les será dado saborear 
sin riesgo este fruto amargo”. Este problema de la mal- 
dición que hasta ahora no ha motivado sino comentarios 
irónicos o atolondrados, está más que nunca de actua- 
lidad. El surrealismo lleva todas las de perder si quiere 
alejar de sí esa maldición. Importa reiterar y mantener 

) 1 4 2 ( 



aquí el “Maranata” de los alquimistas, colocado en el 
umbral de la obra para detener a los profanos. Creo que 
esto es lo que más urge hacerles comprender a algunos 
de nuestros amigos, por ejemplo a aquellos que me 
parecen demasiado preocupados por la venta y coloca- 
ción de sus cuadros. “Me gustaría mucho , escribía re- 
cientemente Nougé, que aquellos de nosotros cuyos 
nombres comienzan a destacarse un poco, los borraran 
Aunque no sepa yo con claridad a quién se dirigen estas 
frases, considero, de todos modos, que no es pedirles 
demasiado tanto a unos como a otros que cesen su 
exhibición complaciente y su presentación en el tablado. 
La aprobación del público debe rehuirse por encima de 
t odo. H ay que impedir la entrada del público si se quiere 
evitar la confusión. Agrego que es necesario mantenerlo 
enfurecido a la puerta mediante un sistema de desafíos 
y provocaciones. 

PIDO LA OCULTACIÓN PROFUNDA, VERDADERA 
DEL SURREALISMO*. 

Proclamo en este asunto el derecho a la absoluta 

* Pero ya oigo que me preguntan cómo proceder para esa 
ocultación. Independientemente del esfuerzo encaminado 
a arruinarla tendencia parasitaria y “francesa” que querría 
ver al surrealismo terminar fabricando canciones, conside- 
ro que sería por demás interesante intentar un examen 
serio de esas ciencias — hoy completamente desacredita- 
das por diversos motivos — , como la astrología entre todas 
las antiguas y la metapsíquica (en especial en lo que con- 
cierne al estudio de la criptestesia) entre las modernas. 
Sólo se trata de encarar esas ciencias con la menor descon - 
fianza posible, y para ello es suficiente, en los dos casos, 
con hacerse una idea precisa, positiva, del cálculo de proba- 
bilidades. Pero es conveniente que, en todas las ocasio- 

) 1 4 3 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



severidad. Ni concesiones al mundo ni perdón. Con la 
terrible decisión en la mano. 

i Abajo los que lleguen a distribuir el pan maldito a 
los pájaros! 

“Todo hombre que, deseoso de alcanzar el supremo 
objetivo del alma, parte para interrogar a los Oráculos, 
se lee en el T ercer Libro de la Magia, debe, para lograrlo, 
apartar enteramente de su espíritu las cosas vulgares, 
debe purificarlo de toda enfermedad, debilidad de espíri- 
tu, malicia o parecidos defectos, y de toda condición 
contraria a tarazón que la acompaña como la herrumbre 
al hierro y el Cuarto Libro precisa enérgicamente que 



nes, no deleguemos en manos de nadie la operación del 
cálculo. Establecido esto, considero que no puede dejar- 
nos indiferentes el hecho de que ciertos sujetos sean capa- 
ces de reproducir un dibujo encerrado en un sobre opaco, 
en ausencia del autor del dibujo y de cualquier otro que 
estuviera informado de lo que se trata. En el curso de 
diversas experiencias concebidas al estilo de los “juegos de 
sociedad”, cuyo carácter de distracción o hasta recreativo 
no me parece que disminuya en nada su alcance — textos 
surrealistas obtenidos simultáneamente por diversas per- 
sonas que escriben, en un plazo dado, y en la misma 
habitación, colaboraciones que deben llevar a la creación 
de una frase o de un dibujo único en los que un solo 
elemento (sujeto, verbo o atributo; cabeza, tronco o pier- 
nas) es aportado porcada uno (“El Cadáver exquisito”, ver 
La Révolution Surréaliste, N° 9-10, y Variétés, junio de 
1929), o llevar a la definición de una cosa que no se sabe 
cuál es (“El diálogo en 1 928”, ver La Révolution Surréaliste, 
N° 11), o a la conjetura de acontecimientos provocados 
por la realización de ciertas condiciones absolutamente 
imprevisibles (“Juegos surrealistas”, ver Variétés, junio de 
1929), etc. — creemos haber hecho surgir una curiosa 
posibilidad del pensamiento que sería la de su utilización 
en común. Lo cierto es que de ese modo se establecen sor- 

) 1 4 4 ( 



la revelación esperada exige además que uno se man- 
tenga en “un lugar puro y claro, rodeado por todas partes 
de blancos cortinados ”, y que sólo puede afrontarse a 
los malos espíritus tan bien como a los buenos según el 
grado de “dignificación” que se ha alcanzado. Insiste 
sobre la circunstancia de que el libro de los malos 
Espíritus está hecho de un papel muy puro y que no ha 
servido nunca para ningún otro uso, y que se denomina 
comúnmente pergamino virgen. 

No hay ningún ejemplo de que los magos hayan 
descuidado la limpieza resplandeciente de sus vesti- 
mentas y de su alma, y yo no comprendería por qué, si 



prendentes relaciones, se manifiestan notables analogías e 
interviene a menudo un inexplicable factor de infabilidad, 
y, en definitiva, eso constituye una de las zonas de conver- 
gencia más asombrosas. Nos limitamos, por ahora, sola- 
mente a señalarlos. Es evidente, por otro lado, que 
significaría cierta vanidad de nuestra parte contar exclusi- 
vamente con nuestros recursos en este terreno. Además de 
las exigencias del cálculo de probabilidades (casi siempre 
desproporcionadas en metapsíquica con los beneficios que 
se pueden obtener del simple aporte de hechos, y que para 
comenzar nos obligarían a la espera de serdiez ocien veces 
más numerosos), es necesario contar también con el don 
— particularmente mal repartido entre las gentes, desgra- 
ciadamente más o menos imbuidas de psicología escolar — 
que corresponde al desdoblamiento y la videncia. Nada 
sería tan útil a este respecto como “vigilar" a ciertos sujetos, 
tomados tanto del mundo normal como del otro, hacién- 
dolo con un espíritu que desafíe a la vez el espíritu del 
barracón de feria y el del gabinete médico, o sea, con el 
espíritu surrealista. El resultado de esas observaciones 
debe quedar registrado exclusivamente de un modo realis- 
ta, al margen de toda poetización. Pido, una vez más, que 
les cedamos el lugar a los médium, quienes, aunque en 
pequeño número, existen, y que subordinemos el interés de 
lo que hacemos — que no debe ser sobrestimado— al que 
presente cualquiera de sus mensajes. Glorificada sea — he- 

) 1 45 ( 



esperamos lo que esperamos de ciertas prácticas de 
alquimia mental, podemos aceptar mostrarnos, en ese 
punto, menos exigentes que ellos. Esto es, sin embargo, 
lo que nos reprochan más acremente, y lo que está 
menos dispuesto a dejarnos pasar el señor Bataille, que 
conduce, en el momento actual, en la revista Docu- 
ments, una divertida campaña contra lo que él llama “la 
sórdida sed de todas las integridades”. El señor Bataille 
me interesa solamente en la medida en que se jacta de 
oponer a la dura disciplina del espíritu a la que nosotros 
supeditamos directamente todo —y no vemos inconve- 
niente en que ‘Hegel sea considerado el principal res- 



mos dicho Aragón y yo — la histeria y su cortejo de muje- 
res jóvenes y desnudas que se deslizan por los techos. El 
problema de la mujer es el más maravilloso y perturbador 
que existe en el mundo; y eso en la medida misma en que 
nos lleva a él la fe que un hombre no corrompido debe ser 
capaz de depositar no solamente en la Revolución sino 
también en el amor. Insisto en ello tanto más que esta 
insistencia es la que parece haberme valido hasta ahora la 
mayor animosidad. Sí, creo, y lo he creído siempre, que el 
renunciamiento al amor, fundado o no en un pretexto 
ideológico, es uno de los pocos crímenes inexplicables que 
un hombre dotado de cierta inteligencia pueda cometer en 
el curso de su demasiado sombría existencia. Unos, que se 
dicen revolucionarios, querrían sin embargo persuadirnos 
de la imposibilidad del amoren un régimen burgués, otros 
pretenden deberse a una causa más ferviente que el amor 
mismo; la verdad es que casi nadie se atreve a afrontar, con 
los ojos abiertos, esa gran claridad del amor en la que se 
confunden, para la suprema edificación del hombre, las 
obsesionantes ideas de salvación y de perdición del espíri- 
tu. Si no se está a este respecto en actitud de expectación 
o de receptividad perfecta, ¿quién puede — preguntoyo — 
tomar humanamente la palabra? 

Yo escribía recientemente en una introducción a una 
encuesta de La Révolution Surréaliste: 



) 1 4 6 ( 



StUUlNOU IVI n :i 1 i i o I ^ 



ponsable — una disciplina que no alcanza ni siquiera a 
parecer más laxa, pues tiende a ser la del no-espíritu (y 
es por otra parte allí donde Hegel acecha). El señor 
Bataille hace profesión de no querer considerar en el 
mundo sino lo más vil, lo más desalentador y lo más 
corrompido, e invita al hombre, para evitar ser útil a 
cualquier cosa determinada, “a correr absurdamente con 
él — los ojos bruscamente empañados de lágrimas incon- 
fesables — hacia ciertas mansiones provincianas con 
duendes, más sórdidas que las moscas, más viciosas, más 
rancias que salones de peinados”. Me veo llevado a 
transcribir estos párrafos porque me parece que no sólo 



“Si hay una idea que parece haber rehuido hasta hoy 
toda tentativa de vasallaje, y haber hecho frente a los más 
grandes pesimistas, esa es la idea de amor, tínica capaz de 
reconciliara todos los hombres, transitoriamente o no, con 
la idea de vida. 

A esta palabra: amor, a la que los chistosos de mal gusto 
se han ingeniado en hacer víctima de todas las generaliza- 
ciones, todas las corrupciones posibles (amor filial, amor 
divino, amor de la patria, etc.), es ocioso decir que le 
restituimos aquí su sentido estricto y tremendo de unión 
total a un ser humano, fundada en el reconocimiento im- 
perioso de la verdad, de nuestra verdad “en un alma y un 
cuerpo” que son el alma y el cuerpo de ese ser. Se trata, en 
el curso de esa persecución de la verdad que está en la base 
de toda actividad valedera, del súbito abandono de un 
sistema de búsquedas más o menos pacientes, a favor y en 
provecho de una evidencia que nuestros esfuerzos no pro- 
vocaron y que cierto día, misteriosamente, se ha encamado 
en ciertos rasgos. Lo que decimos tiene por objeto — así lo 
esperamos — disuadir de respondemos a los especialistas 
del “placer”, a los coleccionistas de aventuras, a los golosos 
de la voluptuosidad, por poco que se vean impulsados a 
enmascarar líricamente su manía, tanto como a los deni- 
gradores y “curadores” del así llamado amor-con-locura y 
a los perpetuos enamorados imaginarios. 



) 1 4 7 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



i 



comprometen al señor Bataille, sino también a aquellos 
antiguos surrealistas que han querido tener libertad de 
acción para desprestigiarse un poco en todas partes. Es 
posible que el señor Bataille disponga de la fuerza para 
agruparlos, y sería muy interesante, a mi entender, que 
lo lograra. Dispuestos para la partida de la carrera que, 
como acabamos de ver, organiza el señor Bataille, ya 
están allí los señores Desnos, Leiris, Limbour, Masson 
y Vitrac; es inexplicable que el señor Ribemont-Des- 
saignes, por ejemplo, no haya aparecido todavía. Digo 
que es sumamente significativo ver reunirse de nuevo a 
todos aquellos que una tara cualquiera ha alejado de 



En efecto, por esos otros, y solamente por ellos, he 
esperado siempre hacerme oír. Más que nunca, puesto que 
se trata aquí de las posibilidades de ocultación del surrea- 
lismo, me vuelvo hacia aquellos que no temen concebir el 
amor como el lugar de ocultamiento ideal para todo pen- 
samiento. A ellos les digo: hay apariencias reales, pero existe 
un espejo en el espíritu sobre el cual podría inclinarse la 
inmensa mayoría de los hombres sin verse. El odioso control 
no funciona tan bien. El ser que amas, vive. El lenguaje de la 
revelación se expresa con ciertas palabras en voz alta, con 
ciertas palabras en vozbaja, desde muchos ladosa la vez. Hay 
que resignarse a aprenderlo por fragmentos. 



Cuando se piensa, por otra parte, en lo que se expresa 
astrológicamente en el surrealismo, de influencia “urania- 
na” muy preponderante, ¿cómo no desear, desde el punto 
de vista surrealista, que aparezca una obra crítica y de 
buena fe consagrada a Uranus, que ayude a colmar, en este 
aspecto, la grave y vieja laguna? De más está decir que nada 
se ha emprendido todavía en ese sentido. El cielo de 
nacimiento de Baudelaire, que presenta la notable conjun- 
ción de Urano con Neptuno, por esa razón queda, por así 
decir, interpretable. De la conjunción de Urano con Satur- 
no, que tuvo lugar de 1896 a 1898 y que sólo se produce 
cada cuarenta y cinco años — conjunción que caracteriza 

) 1 4 8 ( 



una primera actividad definida, porque es probable que 
lo único que tengan en común es el descontento. Por 
otra parte me divierte pensar que no se puede salir del 
surrealismo sin caer en el señor Bataille, tan cierto es 
que la aversión por el rigor sólo se traduce por una 
nueva sumisión al rigor. 

Con el señor Bataille, nada que no sea muy conocido: 
asistimos a un retorno de la ofensiva del viejo materia- 
lismo antidialéctico que intenta, en esta oportunidad, 
fraguarse un camino a través de Freud. " Materialismo , 
dice Bataille, interpretación directa , excluyendo todo 
idealismo, de los fenómenos en bruto; materialismo que, 
para no ser visto como un idealismo caduco, debe basar- 
se directamente en los fenómenos económicos y socia- 
les”. Como aquí no se especifica “materialismo 
histótico” (y además, ¿cómo se podría hacer?), nos 
vemos obligados a observar que desde el punto de vista 
de la expresión filosófica es vago, y desde el punto de 
vista de la novedad poética es nulo. 

Pero menos vago es el destino que el señor Bataille 



el cielo de nacimiento de Aragón, de Eluard y el mío — 
sabemos únicamente por Choisnard que, aunque poco 
estudiada aún en astrología, “significaría, muy verosímil- 
mente: amor profundo por las ciencias, investigación de lo 
misteriosos, exaltado afán de instrucción (El vocabulario 
de Choisnard es, por supuesto, cuestionable). El mismo 
Chosinard agrega: "¿Quién sabe si la conjunción de Saturno 
con Urano no dará origen a una nueva escuela en materia 
de ciencia? Este aspecto planetario, ubicado en buen lugar 
en un horóscopo, podría corresponder a la naturaleza de un 
hombre dotado de reflexión, sagacidad e independencia, 
capaz de ser un investigador de primer orden Estas líneas 
extraídas de Influencia Astral son de 1893. En 1925, Chois- 
nard observó que su predicción parecía en camino de 
realizarse. 

) 1 4 9 ( 



SEGUNDO MANIFIESTO 



intenta dar a un pequeño número de ideas especiales 
que tiene (y que por sus características habría que 
averiguar si no se relacionan más bien con la medicina 
o el exorcismo), pues, en lo que se refiere a la aparición 
de la mosca sobre la nariz del orador (Georges Bataille: 
“Figura humana”, Documents , n 2 4), supremo argumen- 
to contra el yo, ya conocemos el antiguo argumento 
pascaliano e imbécil 30 , hace tiempo que Lautréamont 
hizo justicia con él: “El espíritu del más grande hombre 
(subrayemos tres veces la frase: más grande hombre) 
no es tan dependiente como para que no esté expuesto a 
ser perturbado por el menor ruido de la Batahola que se 
hace a su alrededor. No es preciso el silencio de un cañón 
para anular sus pensamientos. No es preciso el ruido de 
una veleta, de una polea. En ese momento la mosca no 
razona bien. Un hombre zumba a sus oídos". El hombre 
que piensa puede posarse tanto en la cumbre de una 
montaña como en la nariz de una mosca. Sólo hablamos 
tan largamente de las moscas porque al señor Bataille 
le gustan las moscas. A nosotros no nos gustan; preferi- 
mos la mitra de los antiguos médium evocadores, la 
mitra de puro lino en cuya parte anterior se fijaba una 
lámina de, oro, y sobre la cual las moscas no se posaban 
porque se habían hecho abluciones para espantarlas. Lo 
malo es que el señor Bataille razona, aunque razone 
como alguien que tiene “una mosca sobre la nariz”, lo 
que lo acerca más bien a un muerto que a un vivo; pero, 
en fin, razona . T rata, con ayuda del pequeño mecanismo 
que todavía no está totalmente descompuesto en él, de 
hacer compartir sus obsesiones; por eso mismo no pue- 
de pretender, por más que diga, oponerse como una 
bestia a todo sistema. El caso del señor Bataille presenta 
el hecho paradójico —y para él incómodo— de que su 
fobia de “la idea”, a partir del momento en que intenta 

) 1 5 0 ( 



comunicarla, sólo puede tomar un rumbo ideológico. 
Un estado de déficit consciente de forma generalizada, 
dirían los médicos. Aquí tenemos, en efecto, alguien 
que plantea en principio que “el horror no acarrea 
ninguna complacencia patológica, y sólo desempeña el 
papel del estiércol en el crecimiento vegetal; estiércol de 
un olor sofocante, sin duda, pero saludable para la plan- 
ta Esta idea, bajo su apariencia infinitamente trivial, 
es por sí misma deshonesta o patológica (quedaría por 
probar que Lulio, y Berkeley, y Hegel, y Rabbe, y Bau- 
delaire, y Rimbaud, y Marx, y Lenin se han comportado 
en la vida como cerdos). Vale la pena destacar que el 
señor Bataille hace un abuso delirante de los siguientes 
adjetivos: mancillado, vetusto, rancio, sórdido, caduco, 
abyecto, y que esas palabras, muy lejos de servirle para 
describir un estado de cosas insoportable, le sirven para 
expresar con el mayor de los lirismos su delectación. 
Habiendo caído en su plato la “escoba innominable” 31 
de que habla Jarry, el señor Bataille se declara encan- 
tado*. Aquel que durante las horas del día pasea sus 
cuidadosos dedos de bibliotecario sobre antiguos y a 
menudo seductores manuscritos (se sabe que ejerce esa 
profesión en la Biblioteca Nacional) se atiborra por la 
noche de las inmundicias con las que le gustaría ver 
cargados esos textos igual que lo está él; lo atestigua ese 
Apocalipsis de San Severo al que consagró un artículo 
en el segundo número de Documents; artículo que es el 
prototipo del falso testimonio. Que se tenga a bien 
remitirse, por ejemplo, a la lámina del “Diluvio” repro- 
ducida en ese número y que se me diga si objetivamente 

* Marx, en su Diferencia entre la filosofía de la naturale- 
za de Demócrito y la de Epicuro, nos informa de cómo, 

en cada época, nacen filósofos-pelos, filósofos uñas, filó- 
sofos-dedos de pie, filósofos-excrementos, etc. 

) 1 5 1 ( 



* 

y 

% 



J 

} 

í 

> 

> 

* 

I 

I 

h 

# 

1 

J 

% 

w 

I 



> 

i 

J 

é 



\ 



%. 




SEGUNDO MANIFIESTO 



“un sentimiento jovial e inesperado emana de la cabra 
que figura al pie de la página, y del cuervo cuyo pico está 
hundido en la carroña (aquí Bataille se exalta) de una 
cabeza humana Prestar apariencia humana a elemen- 
tos arquitectónicos, como lo hace a todo lo largo de este 
estudio, y en otras partes, no es nada más que un signo 
clásico de psicastenia. A decir verdad, el señor Bataille 
sólo está muy fatigado y, cuando se entrega a la consta- 
tación desconcertante de que “el interior de una rosa no 
responde en nada a su belleza exterior, y si se arrancan 
todos los pétalos de la corola, sólo queda un manojo de 
aspecto sórdido ", apenas logra hacerme sonreír con el 
recuerdo de ese cuento de Alphonse Aliáis en el que un 
sultán ha agotado de tal modo todos los motivos de 
distracción que, desesperado por verlo sucumbir al te- 
dio, a su gran visir no se le ocurre nada mejor que traerle 
una joven muy bella que se pone a danzar, cargada de 
velos, para él solo. Es tan bella que el sultán ordena que 
cada vez que se detenga hagan caer uno de sus velos. 
Apenas acaba de caer el último velo cuando el sultán 
hace una nueva señal, indolentemente, para que se la 
desnude: se apresuran a desollarla viva. Es absoluta- 
mente cierto que la rosa privada de sus pétalos perma- 
nece siendo la rosa, y por otra parte, en la historia 
precedente, la bayadera sigue danzando. 

Porque si me oponen todavía “el gesto desconcertante 
del marqués de Sade, encerrado con los locos, que se hace 
traer las más bellas rosas para deshojar los pétalos sobre 
el magma de un vaciadero”, yo contestaría que para que 
este acto de protesta pierda su excepcional alcance, 
bastaría con que fuera el producto, no de un hombre 
que pasó veintisiete años de su vida en prisión por sus 
ideas, sino de un “sedentario” de biblioteca. Todo indu- 
ce a creer, en efecto, que Sade —cuya voluntad de 

) 1 5 2 ( 



emancipación moral y social, contrariamente a la del 
señor Bataille, está fuera de discusión—, solamente 
para obligar al espíritu humano a sacudir sus cadenas, 
quiso entendérselas con el ídolo poético, con esa “vir- 
tud” convencional que, de buen o mal grado, hace de 
una flor, en la medida misma en que cada uno puede 
ofrecerla, el vehículo brillante tanto de los sentimientos 
más nobles como de los más bajos. Conviene, por otra 
parte, reservar la apreciación de un hecho semejante 
que, aun cuando no fuera puramente legendario, no 
podría en nada invalidar la perfecta integridad del pen- 
samiento y de la vida de Sade, y la necesidad heroica 
•que tuvo de crear un orden de cosas que no dependiera, 
por así decir, de todo lo que había sucedido antes de él. 

El surrealismo está menos dispuesto que nunca a 
prescindir de esa integridad, a conformarse con lo que 
unos y otros le dejan entre dos pequeñas traiciones, que 
creen justificar con el oscuro y odioso pretexto de que 
es necesario vivir. No tenemos nada que hacer con esta 
limosna de “talentos”. Lo que exigimos, creemos que es 
de tai naturaleza que induce a un consentimiento o a 
una negativa total, y no a contentarse con palabras o a 
conversar de esperanzas veleidosas. ¿Se quiere o no se 
quiere arriesgarlo todo por lo única alegría de percibir 
a lo lejos —en lo más hondo del crisol donde nos 
proponemos arrojar nuestras pobres comodidades, lo 
que nos queda de buena reputación y nuestras dudas en 
las que se mezclan la bella cristalería “sensible” con la 
idea radical de impotencia y la estupidez de nuestros 
pretendidos deberes— , la luz que dejará de ser desfalle- 
ciente? 

Afirmamos que la operación surrealista sólo tiene 
perspectivas de llegar a buen término si se efectúa en 

) 1 5 3 ( 



condiciones de asepsia moral, de las que muy pocos 
hombres quieren oír hablar. Sin embargo, resulta impo- 
sible, sin ellas, detener ese cáncer del espíritu que con- 
siste en pensar demasiado dolorosamente que ciertas 
cosas “son”, en tanto que otras, que muy bien podrían 
ser, “no son”. Hemos anticipado que, en el límite, ellas 
deben confundirse o interceptarse singularmente. No se 
trata de permanecer allí, sino de no poder impedirse de 
tender desesperadamente a ese límite. 

El hombre que se intimidara erróneamente por algu- 
nos enormes fracasos históricos todavía es libre de creer 
en su libertad. Él es su propio amo, a despecho de las 
viejas nubes que pasan y de sus fuerzas ciegas que 
presionan. ¿No tiene él la sensación de la efímera belle- 
za arrebatada y de la accesible y durable belleza arreba- 
table? Que ese hombre busque bien la llave del amor 
que el poeta decía haber encontrado: él la tiene. Sólo de 
él depende elevarse por encima del sentimiento pasaje- 
ro de vivir peligrosamente y de morir. Que maneje, con 
desprecio de todas las prohibiciones, el arma vengadora 
de la idea contra la bestialidad de todos los seres y de 
todas las cosas, y que un día, vencido —pero solamente 
vencido si el mundo es mundo — , reciba la descarga de 
sus tristes fusiles como un fuégo de salva. 



) 1 5 4 ( 



- 

t 

> 

} 

! * 

ANTES... DESPUÉS > 

> 

t 

i 

i 

# 

# 

1 

* 

3L 

§ 

P 

1 



J 

i 

í 

i 

-k 




SEGUNDO MANIFIESTO 



ANTES 

Preocupado por la moral, es decir por el sentido de la vida, y 
no por la observación de las leyes humanas, André Bretón, por 
su amor de la vida exacta y de la aventura, vuelve a dar su 
sentido propio a la palabra “religión”. 

Robert Desnos, Intenciones. 

Querido amigo, la admiración que le tengo no depende de la 
perpetua suscitación de sus “virtudes” ni de sus errores. 

Georges Ribemont-Dessaignes, Varietés. 

Querido Bretón: puede ser que no vuelva jamás a Francia. 
Esta noche insulté todo lo que usted puede insultar. Estoy 
reventado. La sangre me corre por los ojos, las narices y la 
boca. No me abandone. Defiéndame. 

Georges Limbour (21 de julio de 1924). 

Llego París, gracias. 

Limbour (23 de julio de 1924). 

...Sé exactamente lo que te debo y sé también que son algunas 
nociones que me diste en el curso de nuestras charlas las que 
me han permitido llegar a esas comprobaciones. Nosotros 
seguimos caminos paralelos. Quisiera que creyeras sincera- 
mente que mi amistad por ti no es una cuestión de sonrisas. 

Jacques Barón (1929). 

Me cuento entre los amigos de Bretón en razón de la confianza 
que me dispensa. Pero no es una confianza. Nadie la posee. Es 
una gracia, y yo os la deseo. Es la gracia que os deseo. 

Roger Vitrac, Le Journal du peuple. 



DESPUÉS 

Y la última vanidad de ese fantasma será apestar eternamente 
entre las pestilencias del paraíso prometido a la próxima y 
segura conversión del faisán André Bretón. 

Robert Desnos, Un cadáver (1930). 



El segundo manifiesto del surrealismo no es una revelación, 
es todo un éxito. 

No se puede hacer nada mejor en el género hipócrita, traidor, 
sobador, sacristán y, para resumirlo todo: polizonte y cura 
párroco. 

Georges Ribemont-Dessaignes, Un cadáver. 



Me dará mucho placer verte sangrar por la nariz. 

Georges Limbour (diciembre de 1929). 



Era el íntegro Bretón, el salvaje revolucionario, el severo 
moralista. 

Pues bien, ¡un bonito nene! 

Esteta de corral, este animal de sangre fría sólo ha contribuido 
a crear la más negra confusión en todo. 

Jacques Barón, Un cadáver. 



En cuanto a sus ideas, no creo que nadie las haya jamás 
tomado en serio, salvo algunos críticos complacientes que él 
adulaba, algunos colegiales que empiezan a envejecer y algu- 
nas parturientas que sueñan parir monstruos. 

Roger Vitrac, Un cadáver. 



) 1 5 6 ( 



) 1 5 7 ( 



Decididos a usar y aún abusar , en cualquier ocasión, de 
la autoridad que confiere la práctica consciente y siste- 
mática de la expresión escrita o cualquier otra, solidarios 
en todos los puntos con André Bretón y resueltos a dar 
aplicación a las conclusiones que surgen de la lectura del 
Segundo Manifiesto del Surrealismo, los que suscriben, 
escépticos sobre la proyección de las revistas “artísticas y 
literarias", han decidido aportar su cooperación a una 
publicación periódica, que con el título. 

El Surrealismo al servicio de la revolución 

no solamente les permitirá responder de una manera 
actual a la canalla que hace profesión de pensar, sino que 
preparará el vuelco definitivo de las fuerzas intelectuales 
hoy activadas en provecho de la fatalidad revolucionaria. 

Máxime Alexandre, Aragón, Joe Bousquet, Luis Bu- 
ñuel, René Char, Rene Crevel, Salvador Dalí, Paul 
Éluard, MaxErnst, Marcel Fourrier, Camille Goemans, 
Paul Nougé, Benjamín Péret, Francis Ponge, Marco 
Ristitch, Georges Sadoul, Yves Tanguy, André Thirion, 
Tristan Tzara, Albert Valentín (1930). 



) 1 5 8 ( 




Prolegómenos a un 



tercer manifiesto del 





'W' -*# M# wf -ti* h> 





rKULtiiUMcnuj 



Hay , sin duda, demasiado norte en mí para que llegue a 
ser jamás el hombre de la adhesión incondicionaL A mis 
propios ojos ese norte implica la coexistencia de fortale- 
zas naturales de granito y zonas brumosas. Aunque estoy 
dispuesto a exigirlo todo de un ser que estimo bello, no 
puedo extender el mismo crédito a esas construcciones 
abstractas que se denominan sistemas. Frente a ellas mi 
fervor declina y se hace evidente que el incentivo del amor 
deja de funcionar. Sí, un sistema puede cautivarme, pero 
jamás hasta el extremo de no querer ver el punto vulne- 
rable de lo que un hombre como yo se da a sí mismo 
como verdad. Ese punto vulnerable, aunque no esté ne- 
cesariamente situado en la línea que traza durante su 
vida aquel que enseña, siempre lo veo aparecer más o 
menos lejos sobre la prolongación de esa línea a través 
de otros hombres. Cuanto mayor es el poder de aquel 
hombre, tanto más limitado está por la inercia resultante 
de la veneración que inspirará a unos y por la infatigable 
actividad de otros, que recurrirán a los medios más tor- 
tuosos para destruirlo. Al margen de estas dos causas de 
degeneración, toda gran idea está quizás expuesta a gra- 
ves alteraciones en cuanto se pone en contacto con la 



) i 6 l ( 




masa humana, en la que es inducida a transar con 
espíritus de dimensión completamente distinta de aquel 
que le dio nacimiento. Lo atestigua suficientemente, en 
los tiempos modernos, el descaro con que los más insig- 
nes charlatanes y falsarios proclaman, sin más trámites, 
inspirarse en los principios de Robespierrey Saint-Just; el 
descuartizamiento de la doctrina hegeliana entre sus fer- 
vorosos seguidores de derecha y de izquierda; las gigan- 
tescas disensiones en el seno del marxismo; la pasmosa 
confianza con que católicos y reaccionarios trabajan 
para ubicar a Rimbaud en su sector. Más próxima a 
nosotros, la Muerte de Freud basta para volver incierto el 
porvenir de las ideas psicoanalíticas, con lo que una vez 
más un ejemplar instrumento de liberación amenaza 
convertirse en instrumento de opresión. Era previsible 
que acecharan al surrealismo, después de veinte años de 
existencia, los males que son el tributo pagado al favor 
público, a la notoriedad. Las medidas tomadas para 
preservar la integridad dentro de este movimiento — con- 
sideradas por lo general como excesivamente severas — 
no tomaron, sin embargo, imposible el testimonio falso y 
rencoroso de un Aragón, ni la impostura de género pica- 
resco del neo-falangista-mesa de noche Avida Dollars 3,2 . 
El surrealismo está muy lejos, hoy, de poder justificar 
todo lo que se emprende en su nombre, abierta o solapa- 
damente, de las más lejanas “casas de té” de Tokio a las 
desbordantes vitrinas de la Quinta Avenida, aunque el 
Japón y Estados Unidos estén en guerra. Lo que se hace 
en un determinado sentido se parece muy poco a lo que 
se deseó hacer. Aun los hombres más destacados deben 
resignarse a pasar, más que nimbados de luces, arras- 
trando una larga polvareda. 

o o o 



) i 6 2 ( 



PROLEUUMfcMU» 



En tanto que los hombres no hayan tomado conciencia 
de su condición — no me refiero solamente a su condi- 
ción social, sino a su condición misma de hombres, con 
todo lo que tiene ésta de precario: lapso irrisorio si se 
lo considera en relación con el campo de acción de la 
especie, tal como el espíritu cree abarcarla; sumisión, 
más o menos a escondidas de sí mismo, a pocos instintos 
muy elementales; capacidad de pensar, sí, pero de una 
categoría infinitamente sobrestimada; capacidad, por 
otra parte, afectada por la rutina, que la sociedad cuida 
de canalizar en direcciones predeterminadas sobre las 
cuales pueda ejercer su vigilancia y, además, capacidad 
que desfallece continuamente en cada hombre, y es 
equilibrada continuamente por la capacidad, por lo 
menos igual, de no pensar (por sí mismo) o de pensar 
mal (solo o de preferencia en compañía de los otros) — ; 
en tanto que los hombres se obstinen en mentirse a sí 
mismos; en tanto que no distingan la parte sensible de 
lo efímero y de lo eterno, de lo irrazonable y lo razonable 
que los dominan, de lo único, celosamente preservado 
en ellos, y de su expansión entusiasta en lo gregario; en 
tanto que esté repartido para unos, en Occidente, el 
deseo de arriesgar con la esperanza de mejorar, y para 
otros, en Oriente, el cultivo de la indiferencia; en tanto 
que los unos exploten a los otros sin siquiera obtener 
con eso una satisfacción apreciable —el dinero está 
entre ellos como un tirano en común cuyo cuello fuera 
la mecha de una bomba — ; en tanto que no se sepa nada 
y se aparente saberlo todo, con la Biblia en una mano y 
Lenin en la otra; en tanto que los mirones lleguen a 
suplantar a los videntes en el transcurso de la negra 
noche; en tanto que... (no puedo decirlo ya que soy el 
que menos pretende saberlo todo; pero hay todavía 
muchos otros en tanto que, enumerables), no vale la 



) 1 6 3 ( 



l*KULtljUMt«US 



pena hablar, menos aún oponerse unos a otros, menos 
aún amarse sin oponerse a todo lo que no es amor, 
menos aún morir y — primavera a un lado, pienso siem- 
pre en la juventud, en los árboles en flor , en todo esto 
escandalosamente desacreditado, desacreditado por 
los viejos — pienso en el magnífico azar de las calles, aún 
las de Nueva York, y menos todavía vale la pena vivir. 
Hay, pienso en esta hermosa fórmula optimista de reco- 
nocimiento que se repite en los últimos poemas de 
Apollinaire 33 : hay una maravillosa joven que en este 
momento gira, toda sombreada por sus pestañas, alre- 
dedor de las ruinas de grandes cajas de tiza en América 
del Sur, y que con una simple mirada suspendería en 
todos el sentido mismo de la beligerancia; hay los nati- 
vos de nueva Guinea ubicados en las primeras butacas 
de esta guerra (los nativos de Nueva Guinea, cuyo arte 
siempre nos subyugó a algunos de nosotros mucho más 
que el arte egipcio o el arte romano), absortos en el 
espectáculo que les ofrece el cielo (perdonadlos, ellos 
no cuentan más que con las trescientas especies de aves 
del paraíso); parece que se satisfacen con eso, pues 
apenas disponen de flechas de curare suficientes para 
los blancos y los amarillos; hay nuevas sociedades secre- 
tas que tratan de definirse en el transcurso de múltiples 
conciliábulos a la hora del crepúsculo en los puertos: 
hay un amigo, Aimé Cesaire, magnético y negro, quien, 
rompiendo con todas las cantilenas — eluardianas y 
otras — escribe, en la Martinica, los poemas que nece- 
sitamos hoy. Hay también las cabezas de jefes que ape- 
nas afloran de la tierra, y al no ver sino sus cabellos, las 
gentes se preguntan cuál será la hierba que logrará 
triunfar, la que dará buena cuenta del sempiterno “mie- 
do de cambiar para que todo empiece de nuevo”. Esas 
cabezas están comenzando a brotar en alguna parte del 



mundo. Buscad con paciencia y sin cesar en todas las 
direcciones. Nadie sabe con certeza quiénes son esos 
jefes, de dónde vendrán, qué significan históricamente, 
y sería demasiado hermoso que ellos mismos lo supie- 
ran. Pero no pueden dejar de estar ya: en la tormenta 
actual, frente a la gravedad sin precedentes de la crisis 
social, religiosa y económica, constituiría un gran error 
concebirlos como productos de un sistema que conoce- 
mos a fondo. No cabe duda de que provienen de algún 
horizonte conjeturable; con todo será necesario que 
hagan suyos diversos programas conexos de reivindica- 
ción que los partidos han considerado inaplicables has- 
ta ahora, o se volverá a caer pronto en la barbarie. Es 
indispensable que cese no sólo la explotación del hom- 
bre por el hombre, sino también la explotación del 
hombre por el pretendido “Dios”, de absurdo e irritante 
recuerdo. Es indispensable que se revise de arriba aba- 
jo, sin rastros de hipocresía y sin las habituales dilacio- 
nes, el problema de las relaciones entre el hombre y la 
mujer. Es indispensable que el hombre se pase, con 
armas y bagajes, del lado del hombre. ¡Basta de debili- 
dades, basta de puerilidad, basta de ideas de indignidad, 
basta de letargos, basta de simplezas, basta de flores 
sobre las tumbas, basta de instrucción cívica entre dos 
clases de gimnasia, basta de tolerancia, basta de cule- 
bras! 

o o o 

Los partidos: lo que está o lo que no está en la línea. ¿Y 
qué si mi propia línea, muy sinuosa, lo admito, pero al 
fin la mía, pasa por Heráclito, Abelardo, Eckhardt, 
Retz, Rousseau, Swift, Sade, Lewis, Arnim, Lautréa- 
mont, Engels, Jarry y algunos más? Con ellos me he 



) 1 6 4 ( 



) 1 6 5 ( 



PROLEGOMENOS 



construido un sistema de coordenadas para mi propio 
uso, sistema que ha resistido a mi experiencia personal 
y, por lo tanto, parece contener algunas de las posibili- 
dades del mañana. 

Pequeño intermedio profético 

Están por llegar equilibristas con mallas guarnecidas con 
lentejuelas de un color desconocido, único que hasta hoy 
absorbe a la vez los rayos del sol y de la luna. Este color 
se llamará libertad, y el cielo hará ondear todos sus 
oriflamas azules y negros, pues se levantará un viento por 
primera vez totalmente propicio, y los que allí estén com- 
prenderán que acaban de hacerse a la vela, y que todos 
los pretendidos viajes precedentes eran tan sólo un enga- 
ño. Y se contemplará el pensamiento enajenado y las 
atroces justas de nuestro tiempo con la misma mirada de 
conmiseración y repugnancia del capitán del bergantín 
Argus cuando recogía a los sobrevivientes de la Balsa del 
Medusa* 4 . Y todos se asombrarán de examinar sin vértigo 
los abismos superiores guardados por un dragón que, 
mejor iluminado, aparecía formado sólo por cadenas. 
Allí están los equilibristas, en Jo más alto. Arrojaron la 
escala bien lejos, y ya nada los retiene. Avanzan hacia 
nosotros sobre una alfombra oblicua más imponderable 
que un rayo de luz aquellas que fueron las sibilas. Del 
tallo que forman con sus vestiduras de color verde almen- 
dra, desgarradas por los guijarros, y de sus cabellos en 
desorden parte el gran rosetón resplandeciente que se 
balancea sin peso, la flor al fin abierta de la verdadera 
vida. Todos los móviles anteriores se toman de golpe 
ridículos; el lugar está libre, idealmente libre. El pundo- 
nor se desplaza con la velocidad de un cometa que des- 
cribe simultáneamente estas dos líneas: la danza para 



elegir al ser del sexo opuesto y el desfile frente a la galería 
misteriosa de los recién llegados, a los que el hombre cree 
que debe rendir cuentas después de su muerte. Fuera de 
esto, no veo que tenga otros deberes. De la gavilla de 
artificio se desprende una espiga que es preciso atrapar 
al vuelo : es la oportunidad, es la aventura única que, con 
toda seguridad, no ha estado escrita en lo profundo de 
ningún libro, ni en las miradas de los viejos marinos que 
ya sólo consideran el cierzo desde la costa. ¿Qué valor 
tiene someterse a lo que no ha sido decretado por uno 
mismo? Es preciso que el hombre se evada de esa ridicula 
liza construida para él la pretendida realidad actual con 
la perspectiva de una realidad futura que no es superior. 
Cada minuto de plenitud contiene la negación de siglos 
de historia claudicante y resquebrajada. Aquellos a quie- 
nes corresponde hacer remolinear esos ocho flamígeros 
por encima de nosotros sólo lo lograrán gracias al vigor 
más puro. 



Todos los sistemas en vigencia sólo pueden ser conside- 
rados, razonablemente, como herramientas sobre el 
banco de un carpintero. Ese carpintero eres tú. A no ser 
que padezcas una locura furiosa no intentarás prescin- 
dir de ninguna de esas herramientas en provecho de 
otra; no preferirás, por ejemplo, la garlopa hasta el 
extremo de declarar erróneo y criminal el uso del mar- 
tillo. Sin embargo, eso es lo que acontece exactamente 
toda vez que un sectario de tal o cual filiación se jacta 
de explicar satisfactoriamente la revolución francesa o 
la revolución rusa por el “odio al padre” (en el sentido 
del soberano derrocado) y la obra de Mallarmé por las 
“relaciones de clase” de su época. Sin ningún eclecticis- 

) 1 6 7 ( 



¡i 

| 



% 

X 

X 






> 

* 



I 

> 



) 1 6 6 ( 



/ {¡ir W W W 1 ktr <mr W %» V» «tur «w '**»■ W 



r i\ w i_ L v»i w 



mo ha de poder recurrirse, en cada circunstancia, al 
instrumento de conocimiento que se muestre el más 
adecuado. Basta, por otra parte, que este planeta sufra 
una brusca convulsión, como la que estamos presen- 
ciando, para que se vuelva a plantear inevitablemente, 
si no la necesidad, al menos la eficacia de los modos 
electivos de conocimiento y de acción que atrajeron al 
hombre durante el precedente período histórico. Para 
comprobarlo me basta destacar la preocupación que se 
ha adueñado separadamente de espíritus muy distintos 
entre sí, pero que figuran entre los más lúcidos y audaces 
de hoy — Bataille, Caillois, Duthuit, Masson, Mabille, 
Leonora Carrington, Ernst, Etiemble, Péret, Calas, Sé- 
ligmann, Hénein— , la preocupación, repito, por sumi- 
nistrar una inmediata respuesta a la pregunta: ¿Qué 
pensar del postulado “no hay sociedad sin un mito 
social”, y hasta qué punto podemos escoger o adoptar y 
también imponer un mito en relación con la sociedad 
que estimamos deseable? Pero también podría señalar 
que se ha ido manifestando en el curso de esta guerra 
cierto retorno al estudio de la filosofía medieval, como 
asimismo al de las ciencias “malditas” (con las cuales 
siempre ha existido un contacto tácito mediante la poe- 
sía “maldita”). Y debería mencionar finalmente la espe- 
cie de ultimátum —aunque sólo sea en su fuero 
interno — dirigido a su propio sistema racionalista por 
muchos de aquellos que continúan militando en pro de 
una transformación del mundo, haciendo depender esta 
transformación únicamente del cambio radical de las 
condiciones económicas: de acuerdo, tú me posees, 
sistema, yo me he entregado a ti de cuerpo entero, pero 
todavía no ha sucedido nada de lo que me habías pro- 
metido. ¡Ten cuidado! Lo que me has hecho creer ine- 
vitable, está tardando demasiado en ocurrir, y hasta 

) 1 6 8 ( 



podría afirmarse, con un poco de insistencia, que está 
ocurriendo lo contrario. Si esta guerra, con las múltiples 
ocasiones de realizarte que te ofrece, llega a ser inútil , 
me veré obligado a admitir que hay en ti algo muy 
presuntuoso, y quizá también algo dañado en tu misma 
base que yo no podría seguir ignorando por más tiempo. 
Lo mismo hacían — según dicen— los pobres mortales 
de antaño, cuando se dedicaban a amonestar al diablo, 
para que éste se resolviera finalmente a manifestarse. 

Es evidente, por otra parte, que al cabo de veinte 
años me veo en la obligación, como en la hora de mi 
juventud, de pronunciarme en contra de todo confor- 
mismo, y de aludir especialmente, al decir esto, a deter- 
minado conformismo surrealista. Se exhiben hoy 
demasiados cuadros en el mundo que les han costado 
muy poco esfuerzo a los innumerables imitadores de 
Chirico, Picasso, Ernst, Masson, Miró, Tanguy — maña- 
na le tocará también el turno a Malta — . Esta observa- 
ción está dedicada a quienes ignoran que sólo puede 
existir una gran expedición en el dominio del arte cuan- 
do se emprende con riesgo de la propia vida; que el 
camino a seguir no está precisamente protegido por 
parapetos, y que cada artista debe partir solo en busca 
del Vellocino de oro. 

Más que nunca, en 1942, los principios de oposición 
deben ser fortalecidos. Todas las ideas que triunfan se 
precipitan hacia su perdición. Es absolutamente nece- 
sario convencer al hombre de que una vez logrado el 
consenso sobre un asunto, la resistencia individual se 
convierte en la única llave de la prisión; pero esta resis- 
tencia tiene que ser informada y sutil. Yo me opondré 
por instinto al voto unánime de cualquier asamblea que 
no se proponga a sí misma oponerse al voto de una 
asamblea más numerosa; pero impulsado por el mismo 

) 1 6 9 ( 



instinto, daré mi voto a los que surjan con cualquier 
programa nuevo que tienda a una mayor emancipación 
del hombre y que no haya sufrido aún la prueba de los 
hechos. Considerando el proceso histórico en el que la 
verdad, que no es atrapada nunca, sólo aparece para 
reírse a hurtadillas, yo prefiero pronunciarme por esa 
minoría incesantemente renovada y que actúa como 
palanca; mi mayor ambición sería dejar asegurada des- 
pués de mí la transmisión ininterrumpida del sentido 
teórico de esta minoría. 

Regreso inesperado del padre duchesne 35 

¡Siempre está de muy buen talante el padre Duchesne! 
¡ Hacia cualquier lado que se vuelva, sea en lo físico como 
en lo mental, las mofetas son las verdaderas reinas de la 
calle! Esos señores uniformados con viejas mondaduras, 
en las veredas de los cafés de París; el regreso triunfal de 
los cisterciences y trapistas, a quienes había obligado a 
tomar el tren con patadas en el trasero; las “colas” 
alfabéticas al amanecer en los arrabales, con la esperan- 
za de obtener cincuenta gramos de bofe de caballo y 
aprontándose para volver al mediodía por dos batatas 
— mientras que si tienes dinero puedes llenarte la panza 
todos los días hasta reventar, sin menú fijo, en lo de 
Lapérouse — ; la República llevada para ser fundida de 
modo que tus mejores intenciones vuelvan simbólica- 
mente a escupirte en la facha; todo esto ante los ojos que 
se creen providenciales de un bigote congelado que, ade- 
más, está a punto de pasar la mano, en la oscuridad, 
sobre una corbata vomitada. Hay que convenir que todo 
esto no está del todo mal Pero ¡caray!, marchará, mar- 
chará, marchará siempre*. No sé si ustedes conocen ese 
hermoso paño listado a tres centavos el metro y que hasta 



) 1 7 0 ( 



PROLEGOMENOS 



se obtiene gratis los días lluviosos, en el cual los sans-cu- 
lottes envolvían sus órganos genitales con el estruendo 
del mar. Esto ya no se usaba últimamente, pero ¡caray!, 
ahora vuelve a ponerse de moda; y hasta llegará a usarse 
bárbaramente; Dios está fabricando ahora hermanos 
menores para nosotros; esto va a volver junto con el 
estruendo del mar. Y voy a barrer para ti esta escoria 
desde la Puerta de Saint-Ouen hasta la Puerta de Van- 
ves 37 y te aseguro que esta vez no van a cortarme el 
pescuezo en nombre del Ser Supremo, y que todo esto no 
se hará de acuerdo con códigos estrictos, ya que han 
llegado los tiempos en que hay que rehusar tragarse todos 
esos libros de los carajos que te aconsejan quedarte en 
casa y no hacer caso de tu hambre. Pero ¡caray!, qué 
haces que no miras la calle: es bastante extraña y equí- 
voca, y está bastante bien vigilada, ¡y, sin embargo, será 
tuya, la estupenda calle! 

o o o 

Considerando que sin duda nunca le fue concedida al 
hombre la universalidad de la inteligencia, y que ahora 
ya no puede reclamar la universalidad del conocimien- 
to, conviene ser extremadamente cautos frente a la 
pretensión que pueda tener el hombre de genio de 
decidir sobre cuestiones que rebasan su campo de in- 
vestigación y escapan, por lo tanto, a su competencia. 
Un gran matemático no manifiesta ninguna grandeza 
especial en el acto de ponerse las pantuflas o enfrascar- 
se en la lectura de su periódico. Le exigimos únicamente 
que nos hable de matemáticas en el momento que co- 
rresponde. No hay hombros humanos capaces de sopor- 
tar la omnisciencia, de la que se quiso hacer un atributo 
de “Dios”. En la medida en que el hombre se concebía 



i tpvdi 



) i 7 l ( 






PROLEGOMENOS 



a “su imagen”, no se ha hecho más que inculcarle la 
pretensión a esa omnisciencia. Es indispensable termi- 
nar de una sola vez con estas dos chácharas. Nada de lo 
establecido y decretado por el hombre puede conside- 
rarse definitivo e intangible, y menos aún llegar a con- 
vertirse en objeto de un culto si éste impone el 
renunciamiento en favor de una preexistente voluntad 
divinizada. Estas reservas no deben, por supuesto, cau- 
sar perjuicios a las formas lúcidas de dependencia y de 
estima voluntarias. 

A este respecto, no habiendo nada ya que me impida 
dejar vagabundear a mi espíritu sin temor a las acusa- 
ciones de misticismo que no dejarán de prodigarme, 
creo que no sería mala idea comenzar por convencer al 
hombre de que no es, como presume, el rey de la crea- 
ción. Esta idea me abre, al menos, algunas valiosas 
perspectivas en el plano poético, lo que le confiere, 
quiérase o no, cierta eficacia futura. 

o o o 

El pensamiento racionalista más agudo, más dueño de 
sí mismo, más apto para superar todos los obstáculos en 
el campo de su aplicación, me ha parecido siempre que 
se acomodaba, fuera de este campo, a las más extrañas 
complacencias. En este terreno mi sorpresa se condensa 
siempre alrededor de una conversación en que tuve por 
interlocutor a un espíritu de una envergadura y de un 
vigor excepcionales 38 . Fue en Pátzcuaro, México. Siem- 
pre me veré yendo y viniendo con él a lo largo de una 
galería que daba a un patio con flores, de donde subían 
desde veinte jaulas los gritos del pájaro burlón. La mano 
nerviosa y fina que había dirigido algunos de los más 
grandes acontecimientos de este tiempo se abandonaba 



acariciando un perro que daba vueltas a nuestro alrede- 
dor. Habló de los perros, y observé cómo su lenguaje se 
hacía menos preciso, su pensamiento menos estricto 
que de costumbre. Se dejó ir hasta confesar su amor por 
el animal, adjudicándole una bondad natural; habló de 
la abnegación de las bestias, como hace todo el mundo. 
Intenté, entonces, representarle lo que hay de evidente- 
mente arbitrario en atribuir a las bestias sentimientos 
que no tienen sentido apreciable sino cuando se refieren 
al hombre, ya que nos conduciría a considerar al mos- 
quito como dotado de una crueldad consciente, y al 
cangrejo como deliberadamente retrógrado. Era visible 
que se fastidiaba en tener que seguirme por ese camino: 
se aferraba a la idea — y esta debilidad es conmovedora 
vista a la distancia, en razón de la suerte trágica con que 
los hombres recompensaron su entrega total a la causa 
del hombre — de que el perro sentía por él verdadera 
amistad, en el más amplio sentido del término. 

Todavía hoy persisto en sostener que esta visión antro- 
pomórfica del mundo animal revela modos de pensar 
de lamentable facilidad. No veo ningún inconveniente 
en que, para ponerlo en evidencia, se abran las ventanas 
que dan a los más grandiosos paisajes utópicos. Una 
época como la que vivimos puede soportar todas las 
partidas para viajes del tipo de los de Bergerac o Gulli- 
ver, siempre que tengan por finalidad sembrar la des- 
confianza hacia todos los modos convencionales de 
pensar, cuya insuficiencia es por demás evidente. Toda 
probabilidad de llegar a alguna parte, después de cier- 
tos rodeos hasta por tierras más razonables que esta que 
dejamos, no queda excluida en el viaje al cual invito hoy. 



LOS GRANDES TRANSPARENTES 

El hombre quizás no sea el centro, el punto de mira del 
universo. Se puede llegar a pensar que existen por encima 
de él, en la escala animal, seres cuya conducta resulta tan 
extraña para el hombre como la suya puede serlo para la 
efímera o la ballena. Nada se opone forzosamente a que 
estos seres escapen por completo a su sistema de refer- 
encia sensorial, gracias a un camouflage del tipo que se 
quiera, pero que la teoría de la forma y el estudio de los 
animales miméticos hacen perfectamente plausible. No 
hay duda de que esta idea ofrece el más amplio campo 
especulativo, aunque tienda a colocar al hombre, como 
intérprete de su propio universo, en las mismas modestas 
condiciones en que un niño concibe que está la hormiga 
bajo tierra, cuando abre de un puntapié un hormiguero. 
Considerando las perturbaciones que produce un ciclón, 
frente a las cuales el hombre resulta impotente para 
comportarse de otro modo que como testigo o víctima, o 
las de la guerra, a propósito de ¡as cuales se han adelan- 
tado puntos de vista notoriamente insuficientes, no sería 
imposible — en el curso de una vasta obra que debería 
estar presidida permanentemente por la inducción más 
osada — aproximar hasta hacerlas verosímiles la estnic- 
mray la constitución de tales seres hipotéticos, que se nos 
manifiestan oscuramente cuando sentimos miedo o nos 
domina el sentimiento del azar. 

Me parece necesario hacer notar que no me alejo en 
esto sensiblemente del enunciado de Novalis: “En reali- 
dad vivimos en un animal del que somos los parásitos. 
La constimción de este animal determina la nuestra y 
viceversa ”. También estoy de acuerdo con el pensamiento 
de William James: “¿Quién puede afirmar que en la 
naturaleza no ocupamos, junto a seres cuya existencia no 



) 1 7 4 ( 



PROLEGOMENOS 



sospechamos, un lugar tan pequeño como los perros y 
gatos que viven al lado nuestro?” No todos los sabios 
refutan esta opinión: “Es probable que alrededor nuestro 
circulen seres construidos según el mismo plan que no- 
sotros, pero diferentes de los hombres; por ejemplo, seres 
cuyas albúminas serían derechas”. Así habla Emile Du- 
claux, antiguo director del Instituto Pasteur (1840-1904). 



o o o 



¿Se trata de un mito nuevo? ¿Habrá que convencer 
a esos seres que provienen de un espejismo, o habrá que 
darles la oportunidad de manifestarse? 



) 1 7 5 ( 





Notas del traductor 



1 Arthur Cravan: poeta y boxeador, considerado uno de 
los precursores del Movimiento Dada. Actuó en Parts desde 1909 a 
1914. Publicó cuatro números de la revista de vanguardia Maintenant. 
Desapareció en México en 1920. 

2 Mathew Gregory Lewis (1775-1818): maestro de la no- 
vela negra inglesa, autor de El Monje. 

' Episodio de El Monje de Lewis. Basada en este episodio 
existe una ópera de Gounod. 

4 Referencia a la rué Fontaine (fuente) y al proverbio “de 
esta agua no has de beber". 

5 Moni de Piété, primer libro de poemas de Bretón apare- 
cido en 1919 en las ediciones Au Sans Pareil. 

Este fragmento está tomado de la introducción del libro 
de Nerval Las hijas del fuego, publicado en París en 1854 y dedicado 
a Alejandro Dumas. En esta introducción hace referencia a una nota 
que Dumas escribió sobre Nerval — como epitafio espiritual, por 
habérsele informado erróneamente que Nerval estaba internado por 
loco — haciendo elogios de su desbordante fantasía. 

7 Hace alusión al proverbio muy popular en Francia: ti ne 
faut pas vendré la pean de I ’ours avant qu ’il soit pris (No vender la piel 
del oso antes de cazarlo). 

8 En el original francés Bretón dice: II jouera sur le velours 
de tomes les défaillances. creando una imagen ambigua a partir del 



) 1 7 7 ( 



modismo francés: jouer sur le velours , que significa: jugar con las 
ganancias. 

9 U , partícula que precede a los verbos impersonales y no 
significa nada. II pleut : llueve, ily a: hay; il faut: es necesario. 

10 Les Champs Magnifiques, de André Bretón y Philippe 
Soupault, primer libro de textos y poemas automáticos, fue publicado 
en 1920 por las ediciones Au Sans Pareil. 

11 Reunidas con el título de Poisson soluble (Pez soluble) 
en las dos primeras ediciones del Primer manifiesto (1924, 1929). 

12 Juego de palabras entre Sans Fil (telegrafía sin hilos) y 
sans fils (sin hijos). 

13 Al hablar de petits papiers, con el doble significado de 
papelillos y papeles comprometedores, Artaud hace sin duda refer- 
encia a los pequeños volantes con textos provocadores que solían 
distribuir los surrealistas. 

14 Periódicos mancistas. 

15 Libro publicado por Bretón en 1928 en las ediciones de 

la N. R. F. 

16 Con posterioridad Masson entró a formar parte nueva- 
mente del grupo surrealista. 

57 Recuérdese que Soupault fue el compañero de la pri- 
mera hora de Bretón, con quien publicó el primer ensayo de escritura 
surrealista pura: Les Champs Magnifiques. 

n Bifitr: revista literaria cuyo jefe de redacción y animador 
era Georges Ribemont-Dessaignes (ex dadaísta y enemigo de Bre- 
tón), que trató de atraerse a los poetas separados del surrealismo. 

19 Les Veilleurs , inspirado en el poema de Las Iluminacio- 
nes denominado Veillies (Vigilias). 

20 Revista belga, dirigida por Franz Hellens y Henry M¡- 
chaux que en 1925 publicó un número dedicado a Lautréamont. 

21 Versión aproximada para el neologismo quelconqueries , 
título de un conjunto de poemas de Apollinaire. 

22 Stances (1899), libro de poemas de Jean Moréas, hoy mere- 
cidamente olvidado, pero que tuvo gran repercusión en su momento. 



) 1 7 8 ( 



El original francés: parties d’ichecs , juego de palabras 
intraducibie en el que Bretón aprovecha el doble sentido de ajedrez 
(juego al que se dedicó Duchamp) y fracasos. 

24 Referencia a Rimbaud y a su ostracismo en Abisinia. 

25 

Coeur á barbe, que además de “corazón con barba” 
significa “corazón aburrido", fue el nombre de una revista lanzada 
por Tzara para oponerse a la liquidación de Dada propuesta por 
Bretón. En el texto, Bretón parece referirse más bien al escándalo 
provocado por él y sus amigos en la representación de Coeur á gaz, 
obra teatral de Tzara estrenada en julio de 1923. 

26 De nos oiseaux , publicado en 1923 por Editions Kra, con 
dibujos de Arp. 

27 Revista parasurrealista fundada en 1928 por René Dau- 
mal y Gilbert-Lecomte, de la que aparecieron tres números. 

28 

Famosa frase tomada de la carta de Rimbaud a Paul 
Demeny, fechada el 15 de mayo de 1871 y publicada por primera vez 
por la Nouvelle Reine Frangaise en 1912. 

" Final de la Alquimia del verbo , en Una temporada en el 
infierno de Rimbaud. 

30 Se refiere a uno de los pensamientos de Pascal, que fue 
burlonamente mod if icado por Lautréamont en su texto Poesías, y que 
Bretón cita a continuación en el suyo. En el pensamiento de Pascal 
mencionado se lee: “No os asombréis si no razona bien en este 
momento: una mosca zumba en sus oídos”. 

31 Nombre que da Jarry a la escobilla para limpiar letrinas, 
en la escena tercera del primer acto de Ubú Rey. 

“Anagrama burlesco del nombre de Salvador Dalí, crea- 
do por Bretón, y que llegó a popularizarse. La mención de las mesas 
de noche alude a la frecuencia obsesiva con que esos elementos 
aparecen en los cuadros del pintor catalán. 

33 Hay (Ily a), título de un poema del libro Caligramas, de 
Apollinaire, cuya intención imita Bretón en este largo párrafo. Con 
ese título el editor Albert Messein publicó en 1925 un conjunto de 
poemas y prosas de Apollinaire. 

34 Naufragio del barco francés “Medusa” en 1816, triste- 
mente célebre en su época por el salvajismo demostrado por algunos 



) 1 7 9 ( 



^ 



sobrevivientes, embarcados en una balsa, que llegaron a devorarse 
entre ellos. Hay un famoso cuadro de Delacroix sobre el tema. 

35 Le pére Duchesne-, personaje simbólico al que aún antes 
de la revolución francesa se le atribuían las opiniones políticas del 
pueblo. En 1790, Herbert lanzó con ese nombre un diariocélebre por 
el cinismo y la libertad del lenguaje. 

36 Qa ira: canción revolucionaria en la época de la revolu- 
ción francesa. 

37 O sea: de un extremo a otro de París. 

38 Se refiere a Trotsfcy. 



ÍNDICE 



Prólogo de Aldo Pellegrini 7 

Primer manifiesto del surrealismo (1924) 13 

Segundo manifiesto del surrealismo (1930) 71 

Prolegómenos a un tercer manifiesto del 
surrealismo o no (1942) 159 

Notas 177 



) i 8 0 (